Suave es la noche, por Carlos A. Prieto Velasco


Más allá, en el paseo, el casino, las tiendas elegantes y los grandes hoteles volvían sus máscaras de hierro sin expresión hacia el mar estival

Francis Scott Fitzgerald. Suave es la noche (1934)


Un hotel es mucho más que un edificio. Pasar una noche de hotel es una tregua temporal con la cotidianeidad. Como escribía Manu Leguineche en Hotel Nirvana, en algunos hoteles “se han declarado y vivido guerras, empezado y terminado revoluciones, se han vivido románticas pasiones, cometido robos espectaculares, se han suicidado grandes o pequeños personajes”. Y son precisamente esos hoteles donde la farándula y la Historia se combinan los que me atraen.

Tras la blanca fachada del Grand Hotel des Anglais en San Remo, frente a las playas rocosas del Mar de Liguria, los vencedores de la Primera Guerra Mundial se repartieron en 1920 los territorios ganados a costa del derrotado Imperio otomano. Durante la Belle Epoque, la nobleza rusa desahuciada por los bolcheviques se encaprichó de San Remo, construyendo la iglesia ortodoxa rusa de Cristo Salvador, un anatopismo en pleno Mediterráneo.

También en el Mediterráneo, el joven periodista Winston Churchill describió desde el Hotel Reina Cristina de Algeciras el camino por el que Europa se dirigía hacia el abismo de 1914. Churchill cubrió la Conferencia de Algeciras de 1906 en la cual Francia y España acordaron repartirse Marruecos con el apoyo del Imperio Británico y fastidiando bastante a Alemania, que empezó a acumular rencores para desencadenar un par de guerras mundiales. Orson Welles, De Gaulle o Conan Doyle pasaron por el Reina Cristina camino de África. Viví varios años cerca del hotel y muchas tardes las pasé paseando por su jardín de palmeras y araucarias, con África en el horizonte.

Pero si hablamos de huéspedes ilustres ni Algeciras ni San Remo pueden competir con la Costa Azul. Una tarde de agosto entré en la terraza del Hotel Negresco de Niza, frente al Mediterráneo más azul. Una estatua de Miles Davis preside la entrada bajo su cúpula rosada. El Negresco es un museo en sí mismo, hasta el punto de que no me parecieron caros los quince euros que pagué por un Martini servido por una elegantísima sommelière norteamericana. La lámpara del salón principal fue un regalo del zar Nicolás II, aunque el hombre no llegó a ver colgada su lámpara. Se le cruzó Lenin por el camino. Décadas después, el Negresco fue la base de operaciones de Grace Kelly cuando se hartaba de los engaños de Rainiero. Allí la esperaba siempre su amigo Cary Grant para emborracharse y escapar de la vida principesca monegasca.

Ava Gardner y Hemingway también se tomaron más de una copa en el Negresco. De hecho, esos dos algo sabían de hoteles, alcohol y juergas. El Hotel Alfonso XIII de Sevilla fue otra de sus bases de operaciones. Siguiendo con los entusiastas de los hoteles y las madrugadas moviditas, el rey Alfonso XIII se empeñó en que César Ritz fundara una sucursal en Madrid, patrocinó la creación de los Paradores y promovió construir el Alfonso XIII para los mandatarios que acudirían a la inauguración de la Exposición Iberoamericana de 1929. Para disgusto del monarca, apenas acudieron presidentes extranjeros. No fue un éxito diplomático, pero al menos nos dejó el maravilloso hotel.

Otros tantos sitios míticos me han deslumbrado: el Palace de Montreux, templo del jazz; el Des Indes de la Haya, cuartel de los nazis durante la guerra mientras una familia judía se escondía en el palomar; el té de las cinco del Grosvenor de Chester… 

Historia y política; alcohol y jaranas; vividores y princesas. Vida bohemia y vacía. Despreciable, sin duda. Pero a veces, en mi apartamento idéntico a otros millones de apartamentos; me acuerdo de la guapa sumiller del Negresco. En mi cabeza empieza a sonar la trompeta de Miles Davis. Y entonces maldigo mi destino y pienso que la vida de verdad debe estar en otra parte. Quizás en una habitación de hotel mirando desde amplios ventanales un mar sobre el que suavemente cae la noche.

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