Desde El Ladrío, y a través de una entrevista ficticia, irreal y fingida, queremos dar a conocer a los muchos montillanos ilustres, de origen y de adopción, que la historia de nuestra ciudad ha dado.
En esta edición, el elegido es Adolfo Jiménez Castellanos y Tapia, último gobernador y capitán general español de Cuba, nacido en Montilla en 1844.
- Aunque pasó la mayor parte de su vida fuera, ¿qué ha significado Montilla para usted?
- Montilla es, para mí, mucho más que el lugar donde nací: es la raíz que sostiene todo lo que fui después. Mi familia estuvo ligada a esta ciudad desde finales del siglo XVII, y en sus calles, en mi casa familiar y en su entorno tranquilo transcurrieron mis años de infancia y juventud. Esa etapa, la que verdaderamente nos moldea, me regaló una mezcla de afecto, disciplina y sencillez que marcó mi carácter para siempre. Allí aprendí a valorar el deber, la palabra dada y el sentido del servicio, principios que me acompañaron durante toda mi vida militar.
Aunque pasé la mayor parte de mi existencia lejos de Montilla, siempre la llevé conmigo. Me habría gustado poder regresar más a menudo, disfrutarla de adulto, pero las responsabilidades del servicio lo impidieron. Aun así, cada recuerdo de Montilla siguió siendo un refugio íntimo, una certeza a la que volver en los momentos difíciles.
- ¿Hasta qué punto influyó en su vocación militar el legado familiar?
- Creo que mi vocación militar no puede explicarse sin tener en cuenta el legado de mi familia, formada durante generaciones por una estirpe de militares y juristas.
Desde niño, crecí oyendo historias de honor, de servicio a la patria, de deber y de compromiso con la ley y con España. Esos relatos, cargados de orgullo familiar, fueron como una llamada silenciosa: me enseñaron a respetar la tradición, a asumir responsabilidades y, al final, a sentir que mi camino debía ser el del servicio, la disciplina y la entrega al país.
- Al finalizar su paso por el Colegio de Infantería de Toledo, ¿qué le llevó a solicitar destino en el Ejército de Cuba?
- Al concluir mi formación, sabía que debía tomar una decisión que orientaría mi futuro como militar. Solicitar destino en el Ejército de Cuba no fue un acto impulsivo, sino una elección meditada, consciente del momento histórico que vivíamos. Cuba era entonces uno de los escenarios más importantes para España: un territorio estratégico, convulso, donde se decidía en gran medida el pulso político y militar del país. Para cualquier oficial joven, aquel destino representaba una prueba de fuego y, al mismo tiempo, una oportunidad excepcional para demostrar capacidad, temple y espíritu de servicio.
Muchos de los mandos a los que yo admiraba habían forjado allí su carrera, enfrentándose a desafíos que exigían no sólo conocimiento militar, sino también calma, criterio y sentido del deber. Ese ejemplo pesó profundamente en mí. Sentía la responsabilidad de continuar la tradición familiar y de estar a la altura del legado que había recibido.
Cuba ofrecía, además, un aprendizaje imposible de reproducir en la península. Era el lugar donde un oficial podía crecer más rápido, conocer la realidad del imperio español y poner a prueba su vocación. Por eso, con respeto, ilusión y plena conciencia de lo que significaba, solicité aquel destino que, sin yo saberlo, marcaría para siempre el rumbo de mi vida.
- ¿Qué recuerdos tiene de las décadas pasadas en la isla y de las múltiples campañas en las que allí participó?
- Mis años en Cuba quedaron grabados en mi memoria de manera indeleble. Llegué a Puerto Príncipe, la actual Camagüey, en 1865, y cuando estalló la Guerra de los Diez Años en octubre de 1868, me vi inmerso en combates que aún recuerdo con nitidez: la escaramuza en los montes de Pedro López el 2 de marzo de 1869, la defensa del puente Inias el 13 de marzo y la toma de las trincheras del Corojo el 23 de marzo. Cada uno de esos días me enseñó lecciones de valor y responsabilidad que ningún libro podría transmitir.
Nunca olvidaré a los compañeros que cayeron a mi lado, hombres valientes que compartieron el sol, la fatiga y el peligro, y cuyos nombres sigo recordando con respeto y afecto. También aprendí a admirar a nuestros adversarios, insurgentes decididos que obligaban a medir cada decisión y a perfeccionar el oficio militar, y a conocer la isla: sus llanuras fértiles, sus montes cubiertos de vegetación densa, la vitalidad de su gente y su historia compleja, que me enseñó a respetarla incluso en medio del conflicto.
Cuba también me ofreció momentos de felicidad y vida personal. Allí contraje matrimonio con Narcisa del Carmen Barreto Esteves, y juntos formamos una familia con seis hijos, cuyas primeras sonrisas y juegos en los jardines y caminos de Puerto Príncipe me trajeron consuelo y alegría en medio de años tan difíciles.
Esos años me hicieron un militar curtido, pero también un hombre formado por la historia, los paisajes y las gentes de aquella isla que, lejos de mi Montilla natal, se convirtió en un hogar imborrable. Cada recuerdo, de lucha o de ternura, sigue vivo en mí y definió para siempre quién llegué a ser.
- Después de todo ese tiempo, ¿qué supuso para usted volver a la Península? ¿Fue un choque muy grande cambiar las escaramuzas y los combates en Cuba por los despachos en la España peninsular?
- Regresar a la Península tras tantos años en Cuba supuso un cambio profundo, no solo en la forma de ejercer el mando, sino también en la vida cotidiana. Había pasado décadas guiando columnas, soportando marchas interminables y compartiendo peligros con mis hombres en los espesos bosques y montes de la isla. Asumir en 1899 el cargo de Capitán General de Castilla la Nueva y Extremadura me llevó a enfrentar desafíos distintos: coordinar tropas, organizar provincias y tomar decisiones estratégicas desde despachos, lejos del fragor del combate.
En 1903, al asumir la Capitanía General de Galicia y la jefatura del Octavo Cuerpo de Ejército, y más tarde, en 1910, como miembro del Consejo Supremo de Guerra y Marina, me encontré en una época marcada por la rutina administrativa y las limitaciones de un sistema político agotado y previsible. La vida diaria también cambió: ya no despertaba con el canto del gallo para marchar kilómetros bajo el sol o la lluvia, sino que mis mañanas transcurrían entre informes, audiencias y reuniones. El tiempo familiar adquirió otra dimensión: pude compartir desayunos, paseos y tertulias con mi familia, actividades que en Cuba eran casi imposibles por la dureza del servicio y la distancia.
Aun así, la memoria de la selva cubana, de los compañeros caídos y de las fatigas compartidas me acompañaba. Aprendí que servir a España no siempre significa luchar con fusiles; a veces exige paciencia, juicio y entrega desde los despachos. Pero esa transición me enseñó también a valorar la vida cotidiana, la familia y la responsabilidad, y a mantener la integridad, la disciplina y la dedicación, pese a las limitaciones de la época.
- ¿Qué sintió cuando, en 1895, fue requerido de nuevo para regresar a Cuba, en plena guerra de independencia? ¿Qué supuso para usted convertirse en el encargado de entregar la isla a los estadounidenses?
- Cuando en 1895 volví a Cuba, la guerra había sumido a la isla en una lucha incesante. Pero nada me preparó para lo que supondría cerrar aquel capítulo. El 1 de enero de 1899, al mediodía, me correspondió, en nombre de España, entregar oficialmente la soberanía de la isla al mando del general estadounidense John R. Brooke, en el salón de honor del Palacio de la Capitanía General en La Habana. Una salva de 21 cañonazos anunció el final; descendió la bandera española del mástil del castillo de El Morro y se izó la enseña americana.
Recuerdo vívidamente la emoción que me embargó al contemplar aquel arriado: un símbolo de pérdida, de historia compartida y de siglos de presencia española que se extinguían; el fin de un imperio. La tristeza y el peso de la responsabilidad me acompañaron en cada instante mientras supervisaba la repatriación de los soldados. El 6 de febrero de 1899 abordé el vapor Cataluña con el último contingente de tropas españolas que permanecían en la isla, y mientras nos alejábamos, no pude evitar pensar en los rostros de mis compañeros, en sus abrazos silenciosos y en los años compartidos entre combates, privaciones y camaradería. Cada paso que daba hacia España estaba cargado de dolor, nostalgia y, a la vez, de la satisfacción de haber cumplido con quienes confiaban en mí.
Pude abandonar Cuba con la certeza de haber protegido a todos mis soldados. Aquel acto, amargo pero inevitable, fue un gesto de lealtad y responsabilidad: servir hasta el final, acompañando a los hombres que dependían de mí, y cumplir con mi deber hasta el último instante.
- ¿Qué consejo daría a los jóvenes con vocación militar?
Les diría que la verdadera grandeza no se mide solo en el valor en el combate, sino en la capacidad de cuidar y guiar a quienes dependen de uno. La disciplina, la lealtad al país, el cumplimiento del deber y la entrega son esenciales, pero también lo es la humanidad. Que aprendan de cada experiencia, de cada marcha y de cada hombre a su lado.
- ¿Qué siente al saber que Montilla reconoce su figura dando su nombre a una de sus calles?
Me emociona profundamente que Montilla haya querido reconocerme dando mi nombre a una calle, un gesto que me llena de orgullo. Y, al mismo tiempo, no puedo evitar sonreír: muchos montillanos siguen llamándola calle Padre Rosales, como si yo fuera un secreto bien guardado de la ciudad. Quizá sea ese misterio lo que la hace más entrañable.
Además, ver pasar al Nazareno por allí cada Viernes Santo le da un aire aún más vivo y entrañable. Saber que mi nombre convive con la vida cotidiana de mi Montilla querida me hace sentir cercano a todos sus vecinos.
- Para finalizar, ¿cómo le gustaría ser recordado?
Me gustaría ser recordado como un hombre que cumplió con su deber y sirvió a España con lealtad, disciplina y humanidad. Que reconozcan el esfuerzo por proteger y guiar a mis compañeros, y la mezcla de firmeza y cuidado que intenté mantener en Cuba y en la Península.
Y, si es posible, que no se me recuerde solo como “el general que entregó Cuba”, sino también por la cercanía con mis hombres, las risas compartidas, las marchas difíciles y los momentos de camaradería que dieron sentido incluso a los días más duros.
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