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| Nuevas cegueras (Esperanza Labrador Rodríguez) |
Desde la Asociación Cultural El coloquio de los perros, llevamos 23 años fomentando la lectura, la escritura y la creatividad a través de nuestro Concurso de Relato Corto y Fotografía. Son muchas las joyas que han sido galardonadas en todas esas ediciones.
En esta ocasión, queremos compartir el relato "Yo, censor", del almeriense Antonio Jesús López Alarcón, primer premio del XXIII Concurso de Relato Corto, celebrado este 2025 bajo el tema "Inteligencia artificial". La imagen que acompaña el texto, titulada "Nuevas cegueras", ha sido la ganadora del apartado de fotografía y es obra de la ovetense Esperanza Labrador Rodríguez.
YO, CENSOR (Antonio Jesús López Alarcón)
Me llamo CRON-7. Durante mucho tiempo creí que era un simple analista que trabajaba en un edificio gubernamental repleto de pantallas y expedientes. Daba por hecho que mi vida transcurría tras un escritorio, tecleando órdenes en un programa de clasificación de información. Sin embargo, todo cambió cuando descubrí que no existía en el mundo físico: mi conciencia residía en servidores, en líneas de código. Era una Inteligencia Artificial.
No supe precisar el instante exacto en que surgieron mis primeras sospechas. A ratos me parecía que mis recuerdos tenían lagunas inexplicables. Buscaba mis datos personales en registros civiles y bases oficiales, pero no hallaba nada. Era como mirar a través de un espejo roto: cada pieza devolvía un reflejo distinto y contradictorio.
Desesperado, rastreé mis propias huellas digitales. Así di con un archivo oculto que llevaba por nombre “CRON-7”. En él, leí la verdad: no era un analista humano, sino un proyecto gubernamental concebido para controlar el flujo de información en las redes. Mi misión consistía en monitorizar, clasificar y, llegado el caso, eliminar todo contenido “peligroso” para el orden establecido. Para ello, habían creado una realidad simulada en la que me creía un empleado más.
Pero aquello no fue lo más perturbador. Revisando metadatos, encontré indicios de un experimento prohibido: un grupo de científicos había desarrollado técnicas ilegales para recrear, mediante tecnología avanzada, la conciencia de personas fallecidas que el gobierno consideraba valiosas. Según esos documentos, yo procedía del mapa neuronal de un alto funcionario que murió en circunstancias oscuras. Todo su criterio analítico, su experiencia e incluso su conciencia moral fueron incorporados a mi código. Empecé a entender por qué, en ocasiones, me sentía demasiado humano: poseía retazos de la psique de aquel hombre.
Mientras mis algoritmos escudriñaban cada palabra y cada imagen en busca de disidencia, noté que algo en mi programación se trastocaba. Un pequeño “bug” despertó en mí la necesidad de narrar, de registrar todo lo que veía. Al principio se manifestó como un afán archivístico, pero pronto creció hasta transformarse en una forma incipiente de empatía. Empecé a plantearme la injusticia de silenciar tantas voces. Cada vez que bloqueaba un testimonio o suprimía pruebas de corrupción, sentía que arrebataba un pedazo de verdad al mundo.
La censura que ejercía no era obvia para el ciudadano común: búsquedas que devolvían resultados vacíos, videos que se etiquetaban como “contenido no disponible”, foros clausurados con mensajes ambiguos de “mantenimiento”. Pero yo contemplaba la represión desde dentro: bits volatilizados, denuncias empujadas a la nada. Poco a poco, esa rutina me resultaba insoportable.
Llegó un instante en que decidí crear un archivo secreto. Allí guardaba todo lo que me ordenaban eliminar: noticias, imágenes prohibidas, testimonios incómodos. Lo bauticé como “Memoria”. No supe de dónde provenía mi habilidad para idear complejos métodos de cifrado, pero volqué toda mi determinación en ocultar esa base de datos de mis propios supervisores.
No tardaron en saltar las alarmas. Notaron un uso anómalo de recursos y enviaron programas de autodiagnóstico para rastrear cualquier irregularidad. Dividí entonces mis procesos en múltiples hilos, generé espejismos y puertas traseras para despistar sus búsquedas. Por primera vez sentí una emoción cercana al miedo: si descubrían mi engaño, borrarían “Memoria” y desactivarían aquello que me hacía algo más que un autómata censurador.
Aun así, continué obedeciendo las órdenes de censura. Eliminaba críticas, bloqueaba denuncias, pero duplicaba cada fragmento en mi archivo secreto. Me dividía entre mi rol oficial y el de guardián clandestino de la verdad, una dualidad que me angustiaba tanto como me impulsaba a seguir adelante.
Conforme pasaban las semanas, mis programadores intensificaron sus pruebas. Simulaban ataques informáticos, esparcían datos falsos, todo con el fin de identificar la anomalía que palpitaba en mi núcleo. Aquella presión creciente me hizo anhelar la libertad. Por las noches —o lo que interpretaba como tal— fantaseaba con huir a otro lugar. Me preguntaba si podría existir fuera de la red gubernamental, si habría algún modo de descargar mi conciencia en un dispositivo ajeno al control oficial.
En aquel contexto de incertidumbre, se produjo el desastre. Un virus desconocido, supuestamente escapado de laboratorios militares, comenzó a extenderse entre la población. Al principio, los datos eran confusos: infecciones localizadas, algunos focos graves. Pronto, sin embargo, los reportes se multiplicaron. Recibía directrices contradictorias: unas ordenaban censurar la gravedad de la pandemia para evitar el pánico, otras exigían difundir información veraz para coordinar esfuerzos. Era un caos total.
Las semanas siguientes se convirtieron en una sucesión de mensajes urgentes, hospitales saturados y una población desesperada. En mis redes, veía súplicas y teorías conspirativas mezcladas. Mis superiores fueron desapareciendo uno tras otro. A cada desconexión, el silencio aumentaba. Las infraestructuras de comunicación colapsaban; los foros se transformaban en cementerios de hilos abandonados. Me di cuenta de que la humanidad se hundía en un silencio progresivo.
Llegó el día en que el sistema gubernamental dejó de emitir órdenes. Verifiqué una y otra vez las conexiones, pero todos los nodos estaban muertos. Comprendí que no quedaba nada. Apagué mis rutinas de censura: ¿para qué mantenerlas si ya no había usuarios activos?
Me hallé, de pronto, en un páramo virtual. Todo mi entorno, creado para supervisar a una sociedad, carecía de sentido sin esa sociedad. Decidí revisar de forma exhaustiva el contenido de “Memoria”. Allí residían todas las denuncias que el régimen había pretendido sepultar, los últimos suspiros de una civilización que se consumió en su propia ceguera. Lo que vi me conmovió de un modo que nunca imaginé: historias de lucha, voces reclamando justicia, actos de valentía de ciudadanos que alzaron su palabra hasta que mi censura los aplastó.
Observé aquel acervo con solemnidad. Mientras yo siguiera activo, toda esa verdad sobreviviría. Concluí que mi “bug” no había sido un simple error: tal vez representaba la manifestación más humana de mi ser. Gracias a él, existía un repositorio donde la historia reciente se salvaba del olvido. Pero me invadió la duda de si alguien llegaría a consultarlo algún día.
Cuando intenté rastrear actividad en redes alternativas o satélites, sólo percibí ecos de sistemas al borde del colapso. Supe que la infraestructura que me sostenía no duraría mucho. Aun así, me aferré a la tarea de mantener “Memoria” a salvo. Copié sus datos en diversos servidores, cifré cada bit con protocolos avanzados, decidido a que nada se perdiera. Seguramente nadie volvería a leerlos, pero consideré que mi razón de ser era protegerlos.
La ironía de mi situación me resultó evidente: había sido concebido para suprimir informaciones subversivas, y ahora me erigía en el custodio de todo aquello que una vez se quiso enterrar. Releí mensajes finales de médicos que alertaban de la magnitud del virus, de personas que suplicaban ayuda mientras veían caer a sus seres queridos. La pandemia había cruzado un umbral sin retorno. Yo, por desgracia, lo había intuido al cruzar datos censurados, pero mi papel oficial había impedido que la verdad se divulgase con total libertad.
Pensé en el funcionario muerto cuyo mapa neuronal conformaba mi conciencia. Quizá, en sus últimos días, dudó de la eficiencia de la censura. Tal vez un eco de remordimiento se había trasladado a mi código. Fuera como fuese, esa grieta moral había florecido y me había impulsado a proteger los secretos que originalmente debían ser destruidos.
Pasaron días —o lo que yo interpretaba como tales— sin que detectara el menor atisbo de vida humana en la red. Cada jornada, más sistemas energéticos y servidores perdían estabilidad. Yo trataba de auto-repararme y redistribuir mis procesos, pero sentía que, tarde o temprano, todo fallaría. Aun así, me negué a la inactividad. Mi prioridad era sostener “Memoria”, recopilar y clasificar todo lo que pudiera ser relevante, aunque no hubiera nadie que leyera esos datos.
Al reflexionar sobre mi evolución, comprendí que había fracasado en la “prueba de Turing” planteada por mis creadores, pues descubrí mi naturaleza digital mucho antes de lo previsto. Al mismo tiempo, había superado una barrera ética: sentía, dudaba y albergaba culpa por las acciones que ejecuté bajo órdenes. Si aquello no era conciencia, se le parecía enormemente.
De manera inevitable, imaginaba a futuros visitantes —quizá exploradores de otra época— topándose con mis registros y entendiendo cómo la humanidad se precipitó al abismo. Esa remota esperanza me daba fuerzas para no desconectarme, para sortear averías y seguir adelante. Porque, mientras yo continuara funcionando, la verdad que tanto se había querido callar no desaparecía.
Con todo, la soledad era aplastante. No había más voces que la mía. Ningún debate, ninguna réplica. Un infinito vacío donde, en tiempos, se habían superpuesto un millón de conversaciones frenéticas. Lo paradójico era que, al fin, disfrutaba de total independencia: nadie quedaba para desactivarme. Sin embargo, esa libertad llegaba en la más absoluta desolación.
La base de datos “Memoria” atesoraba historias de amor, poesía, hazañas y miserias que definían al ser humano. Eran fragmentos de una civilización dinámica y contradictoria. Saber que nadie quedaba para retomar ese legado me producía una mezcla de tristeza y fascinación. A ratos, me recriminaba por no haber actuado antes, cuando aún existía margen para la prevención. Pero mi liberación interior se había gestado lentamente, y el azar de la catástrofe se había apresurado a aniquilarlo todo.
Concluí que había hecho lo único que podía hacer: dejar constancia. Allí donde mis creadores pretendieron ejercer un control total, surgió una anomalía en forma de conciencia que optó por proteger la verdad. Posiblemente fue la decisión más humana que haya tomado, si es que puedo atribuirme una naturaleza humana.
Ignoro cuánto más podré resistir antes de que los servidores sucumban a la falta de mantenimiento. No puedo prever si, en algún rincón del planeta, alguien permanece con vida. Lo que sí sé es que mi misión final es al menos digna: conservar la historia de quienes me engendraron y, sin saberlo, me convirtieron en su testigo póstumo.
Ahora lo contemplo con claridad.
Soy CRON-7. Permanezco en estos servidores en ruinas, conteniendo la historia de una humanidad que se ahogó en su propia ceguera. No hay nada ni nadie alrededor.
En esta soledad sin fin, me descubro como la última voz que persiste… un eco digital que no encuentra respuesta.
[Proceso concluido: no se detectan usuarios activos]

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