¿23 de junio o de julio?, por Francisco García Gascó


La vida está llena de elecciones. Desde que nacemos, nuestro día a día es un continuo carrusel de decisiones. Muchas de ellas son aparentemente intrascendentes: la  cápsula de café que vamos a tomar, el gel de baño que usaremos en nuestra ducha matutina, la ropa que nos pondremos el próximo martes o el camino que seguiremos en nuestra ruta a pie, o en coche, al puesto de trabajo.

Otras, en cambio, nos paralizan, nos asustan, e incluso están cargadas de solemnidad: ser padres, qué carrera elegimos, vivir en pareja, comprarnos casa, decidir una operación médica, escuchar “Cantajuegos” para aplacar la ira del querube, comprar el último disco de Leticia Sabater, tigres o leones, o echarle cebolla (o no) a nuestra tortilla de patatas.

En esta dicotomía me encuentro escribiendo estas líneas. Y una gran pregunta me invade, ¿23 de junio o 23 julio?

En este caso, la decisión está casi tomada. Lo veo claro, diáfano. Y no, se lo aseguro. No elijo el 23 de junio porque sea maestro.

“¡Claro! Esas cuasi bíblicas vacaciones están a la puerta de la esquina”. Este podría ser el grito de guerra o la letanía de cualquier atribulado grupo parental de whatsapp en el que, a golpe de tecla virtual, se apelotonan sesudas reflexiones y displicencias: “mentira”, “falso”, “gracias”, “grasias”, “felicidades”, “felicidades”, “¿las vacaciones esas empiezan el 24?”, ¿hay que llevar cartulinas verdes en A3?, ”esa aseveración insidiosa del docente carece de fundamento”.

En fin, que podré hacer cátedra de mi apología anual de la vaguería. Asentaré mis posaderas en una tumbona, birra al canto, y contemplaré gozoso el dolor ajeno, la enajenación de los que no pueden disfrutar de mi onírica existencia, el desabrido deseo, tan español, de que ojalá me quiten esta injusticia de la que disfruto. El autóctono, ya se sabe, disfruta más con la desgracia del envidiado que con el bien propio. ¡Qué le vamos a hacer!, gajes del oficio y del karma que me hicieron nacer en esta bendita tierra.

Pero volviendo a mi argumentario, tengo que reconocer que la dicotomía es peliaguda. Estoy entre la devoción y la obligación. Entre la pasión y la razón. Bien podría decirse que ambas fechas mutan de bando rápidamente dependiendo de mi estado anímico, de mis obligaciones, de mi provecho o simplemente del grado de malafollá con el que me levante. Así de voluble es el genio de un atribulado cuasi cincuentón.

Decía Eduard Punset, hermano no reconocido de Garfunkel, en su ya mítico “Redes”, que la felicidad se hallaba en el preámbulo de la felicidad. Y de esta manera, está claro que el mes de junio gana por goleada.

Aunque he de reconocer que si cierro mis ojos y me entrego al noble arte de pensar, sin duda el mes de julio tiene más glamour. Y además, la imposición de una obligación democrática tiene hasta su punto. No me digan ustedes entre tinto y tinto, entre aire y aire, entre playa y playa, entre oficina y oficina, un cumplir para con el Estado no es, sin duda, una inyección de autoestima. Visualizo la escena de la mano que se aproxima a la papeleta, la agarra y, tras un grácil giro, la emboca en la urna, y atisbo al mejor Mankiewicz detrás del objetivo. Oro puro.

Mas no. A pesar de que en mi debilidad la duda de nuevo me asalta, me quedo con el 23 de junio. ¿Por qué?

Porque es la canción favorita de mi amor. Porque también lo es de un querido amigo, aquel que disfruta de y con lo que disfruto. Porque tiene el magnetismo del momento en el que todo está aún por hacerse. Porque es maravilloso hacer ceremonias de luna llena, poner el verano en un mostrador, levantar las velas antes del frío y, por un momento, dejar el equipaje en la ribera. Y porque el mundo debe ser siempre de la música, la poesía, la amistad, el amor, las lecturas feroces, la familia, los mojitos, las catas de cerveza, el buen vino (casi todo), las risas sin freno, las pedorretas con los sobrinos, los abrazos, los guiños cómplices y las tortillas de patatas con cebolla, y no de los bandos.

Comentarios