Guarda para cuando no haya, por Leonor Rodríguez "La Camacha"


Mis comadres, la Montiela y la Cañizares, y yo nos entreteníamos narrando historias al fuego en las dilatadas noches del invierno. A veces quemábamos leña de olivo. Otras, sarmientos de vid. Muy de vez en cuando conseguíamos algo de leña. Las viviendas de entonces eran húmedas, oscuras y con olor animal. En nuestra casa las sombras apenas se atrevían a alejarse del fuego por temor a helarse. Eran frías aquellas noches interminables. Para combatir aquella oscuridad encendíamos candiles de velas de sebo obtenido en la matanza. Las bestias eran quienes mejor vivían en aquellos caserones. Ellas aseguraban que el campo se arase, se moliese la aceituna o que pudiéramos viajar. Asomada a mi ventana veía las aspas de los molinos movidas por el viento y escuchaba el peso de las piedras moliendo aceitunas. En mi recuerdo de aquella época hay penumbra en las casas, olor a sudor de hombres y animales en los campos y molinos como gigantes en las campiñas.

En ese tiempo, el calor, la comida o la locomoción dependían de fuerzas que no podíamos controlar. Por eso las gentes sencillas acudían a nosotras, las hechiceras: nos preguntaban por las lluvias, la sequía o sobre la siguiente cosecha. Nosotras revelábamos lo que curas y doctores no sabían explicar. Además de explicar lo inexplicable, a esas gentes solo podíamos darles un consejo único: guarda para cuando vengan mal dadas. Gasta solo la leña que necesites y llena tu leñera con lo ahorrado. Abrígate bien antes de encender la lumbre. No abras tus ventanas cuando la casa esté caliente. No hay otro medio de combatir el frío y el hambre para las gentes normales. El rico siempre podrá pagar más por la leña o los alimentos por caros que sean. Pero vosotros, gentes normales y corrientes, no tenéis más dinero que el de vuestro jornal. Y ese jornal no dará si los precios de sebo, leña, harina, aceite y carne subieran todos al mismo tiempo. Fue, es y seguirá siendo así hasta el fin de los tiempos.

Pasada mi época he visto pararse las aspas de los molinos y abandonar los arados por obsoletos. Las muelas extraen el aceite ahora gracias a motores ruidosos y ya no se escucha el crujir de las aceitunas. Tampoco las bestias mueven el arado. En su lugar han aparecido máquinas y tractores a motor. Incluso puedes ver ahora aeroplanos que vuelan por encima de las ruinas de los molinos. En las casas de ahora hay luz con solo accionar un pulsador, hay agua cuando se necesita y la mayoría de tienen aparatos para dar calor en invierno y frescor en los veranos.

No obstante, de mis tiempos permanecen dos aspectos: la necesidad humana de luchar contra el hambre, el frío y la escasez y la desigualdad para acceder a esos recursos escasos. Para la mayoría de la humanidad, la energía, el agua, los medios de transporte y los alimentos son bienes escasos, caros y, para muchos, inaccesibles. Sin embargo, para una minoría, el calor, la movilidad para viajar o el alimento viene dados por defecto. Y así, para asegurar que tenemos calor, medios de locomoción o comida para todos solo nos queda ahorrar: no desperdiciar el calor ni el agua, recuperar los materiales aprovechables, reparar lo que se rompa, apagar los motores para volver a caminar por las veredas, remendar los descosidos.

Cada vez que enciendes una luz sucede un milagro que ni las hechiceras sabemos explicar. Cuando pulsas el interruptor se pone en marcha todo un sistema de producción, transporte y venta de energía. Subir a un coche y que este te transporta a donde quieras es el resultado de un proceso complejo de extracción, refino y transformación del petróleo, por no hablar de la fabricación del coche y de todos los materiales necesario para ello. Encontrar carne y verduras frescas en cualquier día del año. Todo esto constituye un patrimonio extraordinario pero finito. Es un deber para con la generaciones que vienen que la actual use los recursos razonablemente y permitir que el nivel de progreso que se ha alcanzado sea sostenible en el futuro.

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