El camino de regreso, por Miguel Cruz Gálvez


-¡Corre Totó! ¡Coloca la cinta! ¡Acaban de apagar la luz y el público espera!

De seguido, tras encajar la cinta en el proyector, Totó asomó apresuradamente su cara por el ventanuco que desde la cabina de proyección daba al patio de butacas y, al comenzar Alfredo a pasar el rollo de celuloide, se iluminó su cara con el reflejo de la pantalla y sonreía pleno de felicidad por la magia que significaba el inicio de una nueva película. 

Totó era enormemente feliz al abrigo de su infancia, pero nadie se lo dijo, o quizás sí. En cualquier caso, no hubiera valido de nada, porque está comprobado que no sabes lo que tienes hasta que lo pierdes.

Por eso no tuvo sentido acusar a nadie de traidor por no alertarle de que aquel mágico mundo estaba por esfumarse, o más bien, que se lo iban a birlar encandilado por el oropel de la vida adulta, ocultando la dureza y decepción de la cruda realidad.

Y así, de Totó pasó a ser Salvatore, que puso tierra de por medio con aquel pequeño, con su propio yo, adentrándose en el camino que seguía la manada, sin plantearse nada, en una suerte de abducción casi incuestionable en busca de la prosperidad.

Por suerte un día, frente a Salvatore, asomó un espejo que le hizo sentir extraño y vacío, retrocedió algunos pasos y, al mirar atrás, atisbó de lejos el brillo de aquellos años de inocencia que nunca debió dejar escapar. Y pudo ver a Totó, que con algunas lágrimas en los ojos, le cuestionaba el sentido de hacerse mayor (quizás no era tan bueno que eso pasara), o al menos la forma en que lo había hecho.

- Claro que he cambiado -pensó Salvatore-, era lo razonable, había que crecer y así lo he hecho. Hay que asumir que no se alimenta ni se viste uno porque aparezca un hada, y no quería yo pecar de Peter Pan. Pero ahora que estoy aquí, confieso sentir que algo falla, o más bien, que algo me falta. Veo claro que me falto yo mismo…o una gran parte de mí.

Al darse cuenta, Salvatore rompió a llorar. Así vació su alma de duelo y banalidad y decidió volver a llenarla de sí mismo. Fue entonces cuando sin dudarlo, soltó su “equipaje”, dio media vuelta y emprendió el camino de regreso a por Totó, que se encontraba aún en casa, en aquella patria personal que es la infancia. Pero no volvió para quedarse, así que, sencillamente, recogió a aquel niño, y de su mano, ya pleno, reemprendió su propio camino.

Por mucho que crezcas y evoluciones, por mucho que sucumbas a tentaciones mundanas y sientas la dureza de tu devenir, no caigas en el error de abandonar ese tesoro divino de la ilusión e inocencia original. Y así, haz el camino de regreso hacia allí una y otra vez, para volver a mirar el mundo como algo maravilloso y mágico, para darte cuenta de que no sabes nada, para creer que lo mejor está siempre por llegar, en esta vida o en las demás.

Si esto te parece algo tonto o absurdo, siempre estás a tiempo de pensarlo de nuevo, porque seguramente lo pensaste demasiado a prisa. Y si aún así no cambias de opinión… vuélvelo a pensar.

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