Hijos de la gran turra, por Antonio J. Criado


Hace unos días soporté una de esas turras que cuando concluyen te zumba la cadena de huesecillos, el tímpano y el peroné. Una concatenación de anécdotas tan esencialmente insustancial, tan radicalmente insufrible, tan explícitamente innecesaria… como este mismísimo artículo; pero el caso es que durante el tiempo que duró la alocución –¿quince minutos, una vida, un eón?— experimenté diferentes sensaciones. La apatía inicial se transformó en impaciencia para evolucionar a una suerte de picazón de disgusto previa a un torrente de ira homicida que desembocó en el estuario de la desesperación y acabó diluyéndose en el anchuroso océano de la autocompasión. Durante la tortura tuve tiempo para rememorar todos y cada uno de mis pasos vitales, todas y cada una de esas vivencias (principalmente errores) que me habían situado frente a ese tío en ese lugar en ese justo momento. Repasé la lista de tareas domésticas, el panteón de mis sueños perdidos y experimenté un viaje astral en clase preferente. Pero lo peor de todo es que si la pareja del individuo no hubiera llegado al bar, el hijo de la gran turra aún seguiría calentándome la oreja.

No recuerdo el nombre del teórico de la comunicación que consideraba la sobreinformación una de las manifestaciones del ruido. Y no sé si era esta persona u otra la que insistía en que, si los datos que se ofrecen en una conversación no aportan nada nuevo, también son ruido. Así que os traslado varias preguntas: ¿Cuánto ruido soportamos al día? ¿Cuántas conversaciones insustanciales –es decir, ruidosas— tenemos que aguantar a lo largo de nuestra vida? Y, voy más allá, ¿por qué no hay un maldito Ministerio del Ruido que se encargue de controlar a los hijos de la gran turra? Supongo que se trata de una cuestión cultural. El vecino que golpea la pared cuando hay una fiesta en el apartamento contiguo es un aburrido; el que coloca un cartel en el ascensor para pedir moderación en las orgías del piso de estudiantes del quinto es un amargado. El opositor que chista para reclamar el reglamentario y sagrado silencio de la biblioteca es un empollón y un friki. Y la persona que se atreve a zanjar el terrible anecdotario de un cansino es un antipático, un psicópata, un sociópata, un cerdo.

Yo reclamo hoy aquí que las turras se consideren una suerte de flatulencia verbalizada. Un gesto ímprobo de mala educación, bajeza moral e hijoputismo. Que alguien te eructe en la cara se considera de mala educación, ¡pues que se aplique la misma censura a las turras! ¡Que no se permita dar la turra en la vía pública de la misma forma que está prohibido orinar en las esquinas! ¡Es decir, que te llegue el municipal y te multe si te pilla con la turra fuera! ¡Que las turras ostenten la categoría de defecación y haya que salir con una bolsita cuando saques de paseo al pesado de tu colega! ¡Que ser un hijo de la gran turra sea comparable a oler a coliflor hervida! ¡Que aquel que te echa la turra cuando sales de la discoteca se sienta tan ridículo como el que te echa la pota!

En fin, no os voy a dar más la turra, que además esta turra hay que leerla, lo cual es un agravante y me convierte en un ser indeseable. Pero insisto en la idea, e insisto parafraseando a Louis de Bonald, en que “hay personas que no saben perder su tiempo completamente solas”.

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