Quijote en los Pirineos, por Carlos A. Prieto


La carretera D918 desde Luz-Saint-Sauveur atraviesa el macizo del Midi de Bigorre hasta el apacible valle de Campan. Son las tierras del antiguo condado de Bigorra, tierra de pastores, contrabandistas y bandoleros gascones y aragoneses. Mi viaje me lleva desde San Juan de Luz, en el Atlántico francés; hasta Rosas en el Mediterráneo español. Los Pirineos de Oeste a Este. Casi mil kilómetros en bicicleta divididos en siete etapas. Por esta carretera, miles de autocaravanas se dirigen a los parajes naturales más atractivos de la zona: el circo glaciar y cascada de Gavarnie, justo en el lado norte del macizo del Monte Perdido.

La carretera transpirenaica primigenia solo se construyó cuando a la Emperatriz Eugenia de Montijo le apeteció ir desde las playas de Bayona a las termas de Saint-Sauveur, Barèges y Bagnères-de-Bigorre. Su marido, el emperador Napoleón III, decidió construir una buena carretera para estas excursiones:

- Napo, querido, el tiempo en Bayona es una mierda. Yo me voy al balneario con el capitán de mi guardia…

- ¡Mon Dieu, Eugenia, qué confianzas tienes últimamente con el capitán! Pues nada, que construyan una carretera y te vas a tomar des eaux.

Así que gracias a los últimos emperadores de Francia podemos llegar a este valle pirenaico de Luz, donde confluyen los torrentes de Bastan y Gavarnie. Para transitar desde Luz hasta Bagnères-de-Bigorre se cruza el paso más elevado y famoso de los Pirineos: el Col du Tourmalet, a 2115 m. Tercera etapa de mi ruta transpirenaica. Llevo unos ochenta kilómetros hoy y he liquidado ya el Aubisque y el Sorlour. A poco de girar hacia la D918 se aprecia perfectamente que nubes negras cual sotana de cura me están esperando arriba. Al inicio de la subida, el tráfico de autocaravanas aumenta. Algunos sacan la cabeza por la ventanilla. Animan al torturado cicloturista con un universal Allez, allez! y siguen su camino.

A la salida de la ciudad-balneario de Barèges la pendiente aumenta en unos tramos rectos que te ponen al límite. Más que duros, los diecinueve kilómetros del Tourmalet se hacen largos, muy largos, casi eternos. A los lados, tapices verdes en las laderas y remontes de esquí. Arriba, glaciares venidos a menos y el afilado Pic du Midi. Cuando quedan siete kilómetros, los nubarrones descargan. Chubasquero y rapidito. Por cada mojón kilométrico, recuerdos de lejanas siestas de julio. Aquí, Perico contra Millar, quedan cinco kilómetros. En esta curva, Lemond contra Fignon, cuatro. Casi al final, Induráin contra todos. Marcos Pereda (Periquismo. Crónica de una pasión) lo llama el venerable Tourmalet, un puerto donde nacen y se entierran los mitos del ciclismo. El último rampón es terrorífico, agotador. Última curva a derechas y fin del suplicio. Selfie ante la señal indicadora y ya solo faltan cincuenta kilómetros de pura bajada hasta Bagnères. Así que me las prometo muy felices y me tiro para abajo. Recoge Paul Theroux en El Tao del viajero una sabia sentencia de guía de montaña: con suficiente determinación, cualquier idiota puede llegar hasta el final de esta pendiente. La trampa está en llegar vivo abajo. No había contado con que el fresquito se transforma en frío extremo a los sesenta o setenta por hora de la bajada. Así que tirito y tiemblo de frío hasta alcanzar el fértil y caldeado valle de Campan. Aprieto el ritmo y en menos de una hora estoy en mi hotel de Bagnères. Espantoso hotel, pero con agua caliente por lo menos.

Nietzsche puso en boca de Zaratustra que quien asciende a las montañas más altas se ríe de todas las tragedias. Y así, llenamos la route D918 los nuevos Quijotes. A lomos de bicicletas en lugar de rocines flacos. Hemos cambiado el viejo bacín por cascos relucientes pero andamos igual de enfebrecidos que Don Quijote. Esto de la épica del ciclismo o el montañismo es al deportista amateur como los libros de caballerías para Alonso Quijano. Se nos va la cabeza con la persecución constante de nuevos retos. Y todo para cuando llegas a la cumbre más alta, al paisaje más remoto o a la fosa más profunda darte cuenta de la insignificancia de nuestra existencia.

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