Si no quieres ser como ellos, LEE, por Leonor Rodríguez "La Camacha"


¡Panda de mentecatos, adorando el aparato iluminado en el salón!

Vivir para ver… Si el Santo Tribunal levantara la cabeza tan solo un instante, benditas devotas íbamos a tornar brujas y hechiceras y esclavos de Lucifer os hallaría en medio de vuestro resplandor frenético y maldito. Eso sí que es una máquina perversa, un verdadero utensilio del Maligno, y no mi pobre gato, mis inocentes hierbas  y mis viejas letanías.

¿Series o películas? ¡Cipión y Berganza han perdido el seso! Tan beodos están en este caos de títeres fantasmas que han olvidado lo esencial: leer es lo que nos saca de la mugre y la ignorancia, el único sortilegio capaz de elevarnos por encima de este mundo sórdido y canalla. Pero, haraganes y asombrados, preferís la fácil patraña de la caja maligna. Gaznápiros, mamertos, os llenan la sesera de burdas historias que entran como planta adormidera. La mente apagada, os vacían las sienes hasta dejaros inanes, con colgante hilillo de baba incluido. ¡Y luego soy yo la hechicera! Ya quisiera mi gremio la mitad de sus poderes: no solo os dejan inmóviles, callados, torpes y lelos, sino que os ordenan, silenciosamente, qué pensar, qué hacer, qué desear.

A la sombra del resplandor maléfico se gestan todos los vicios de vuestro siglo: la pereza y la lujuria, la envidia y la avaricia. La gran máquina generadora de sueños os convierte en sus esclavos: os hechiza con sonidos, música, imágenes brillantes en movimiento, os invade con velocidad de estrella fugaz y os aniquila el cerebro. No hay tiempo para el pensamiento o la queja. Y así, desatinados, os asemejáis todos entre sí, y todos a su vez, a aquel fantoche rey pasmado del que hablan las crónicas.

Ya no hay vida imaginada más allá del abecé que os dictan los fabuladores: la aventura, la amistad, el amor o la coyunda misma deben mirarse en el espejo engañoso de estos burdos fingimientos de mercachifles y petimetres. Y andáis por este mundo, desdichados y malditos, acudiendo cada noche al opio de la pantalla, que os adormece y os mata un poco más cada día.

Leer es otra cosa: es lo que hacemos los que vivimos al margen, en la clandestinidad de la diferencia y la cordura. Cuando lees eres tú quien lleva las riendas, el seso avisado y el ojo atento. El autor te habla, pero no te impone; te implica, pero no te capta cual acólito en su secta. Leer es un acto de individualidad, de libertad y rebeldía; muy bien lo sabe el Santo Oficio, cuando vigila de cerca los libros que atesoramos. Y si la que lee es una mujer: bruja, hechicera, perturbada heredera de Eva, que osó probar el sacro bocado de la ciencia. Leemos los perdidos, los marginales, los locos, los que, separados del rebaño, soñamos a solas con otros mundos posibles. 

Sí, la estirpe de los lectores muy bien sabemos que lo que os da la máquina luminosa no es más que un sucedáneo fácil del verdadero juego, un nuevo Sol fingido “a cuya luz se espulga la canalla”, como dijo de Febo un día un impertinente escritor de la corte. 

Así que, “leed, leed, malditos” y haced caso a una colega mía, bruja moderna de ánodos, cátodos y turbinas, que, allá por los años 80 de vuestro siglo pretérito, dinamitando el artefacto desde dentro, colocaba en la pantalla abundante rebaño de ganado ovino balando insistentemente con anodino compás. Después, una voz subversiva nos despertaba del letargo: “Si no quieres ser como ellos, LEE”.

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