El aspecto de los Cárpatos se presta por si a todas las evocaciones fantásticas.
Julio Verne, El Castillos de los Cárpatos
Mis guías, los hermanos Andrea y Dani, me esperaban en la ciudad de Sinaia; paso de montaña situado en el sur de los Cárpatos y frontera natural entre los antiguos principados de la Valaquia rumana y la Transilvania húngara. Desde allí nos dirigiremos al impresionante macizo calizo Piatra Craiului, la Roca del Rey (Königstein en alemán, Királykő-hegység en húngaro). Andrea y yo entramos a visitar el Castillo Real de Peles mientras Dani vigila nuestras bicicletas. Sería mi primera lección de Historia de Rumanía.
Dani y Andrea regentan una empresa de viajes en bicicleta por toda Rumanía. Nacieron en Zarnesti (Zernescht / Zernest), una ciudad de unos veinte mil habitantes. Tez oscura, no más de treinta y cinco, ortodoxos practicantes. Andrea es la jefa. No es alta pero sí fuerte. Dani es más espigado y atlético. En verano es guía. En los fríos inviernos alpinos vende productos de su huerto ecológico. Durante siete días recorremos el macizo carpático meridional. Cada mañana ascenderemos desde la llanura transilvana hacia cumbres rocosas. Y por las tardes, bajada hasta el valle para pasar la noche.
En pleno agosto, el primer día amanece bajo un cielo oscuro. He quedado con Dani y Andrea al pie del telecabina para subir las bicicletas a la estación de esquí Sinaia 2000, a dos mil metros de altura. Arriba, frío helador. Recorremos las crestas calizas de Piatra Craiului, un paisaje alpino boscoso que se torna piedra y dureza cuanto ascendemos. Los demás días subimos pedaleando. En las montañas siempre espera una iglesia. Dani me cuenta la aparición de la Virgen en una cueva, a cuyo pie se construyó un monasterio. Allí, los popes ortodoxos saludan a Dani con cariño. En invierno, Dani sube desde el valle y ayuda en las tareas del monasterio. Otra mañana Andrea nos lleva a una ermita perdida y, mientras yo descanso en un banco con respeto, Andrea reza recogidamente ante un retablo de iconos dorados y una gran bandera rumana. El sentimiento nacional rumano de estos hermanos parece muy unido a su lengua latina y su fe ortodoxa, fieles del patriarca bizantino, nunca al de Moscú.
Pasamos las noches en ciudades como Predeal, cerca de los Montes Bucegi. O en la fortificada Rasnov (Rosenau) fundada por los caballeros teutones en el medievo y, más tarde, bastión de la católica Hungría contra los otomanos. Atravesamos pasos fortificados como Bran (Törzburg/Törcsvár), construido por los húngaros para contener a los rumanos. Después de Bran, nos encaminamos a Vulcan, para dormir en la hostería de su iglesia luterana amurallada. Para el pastor, Vulcan es Wolkendorf (pueblo de las nubes). Su iglesia estaba cubierta de placas con fechas de fallecimiento de muchos Schmidt, Koehler o Weiss; transilvanos de Vulcan muertos entre 1942-46. Rumanía había permitido el alistamiento de transilvanos de origen alemán en la Wermacht (al menos cincuenta mil hombres). Stalin no lo olvidaría y tras la guerra, deportó a la población sajona al gulag, excombatientes y mujeres y niños. La escritora Herta Müller cuenta en primera persona esa odisea en su terrible testimonio “Todo lo que llevo lo llevo conmigo”. De esa cultura casi perdida queda la plaza típicamente alemana de la capital sajona, Brasov (Krönstadt / Brassó, Ciudad Stalin bajo el comunismo) y su Iglesia Negra. Hoy solo quedan alrededor de quince mil sajones en Rumanía.
No hay lirismo posible en Transilvania y sus Cárpatos, tierras fronterizas entre imperios y nacionalismos irredentos. El topónimo latino Transilvania significa “al otro lado del bosque”. Para los germano-transilvanos expulsados de su tierra siempre será Siebenbürgen, por sus siete ciudades sajonas originales. Para los húngaros es un paraíso perdido, Erdélyi. Con el nombre que prefiramos, Transilvania es abrumadoramente bella. Sus gentes rumanas son acogedoras, amables, amantes de su país. Y su historia; convulsa. Violenta y bella, como la de todos los países. Pero a pesar de los horrores de la Historia, me quedo con una frase del periodista Jacinto Antón: “hay viajes en los que permanecemos toda la vida”. Para mí este es uno de ellos. Multumesc, Dani. Multumesc, Andrea.
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