Vaticinio, por Alba Delgado Núñez


El albornoz blanco resbaló por sus hombros y cayó al suelo de forma inmediata. El espejo enmarcaba su figura casi como por arte de magia. Retenía fugazmente el contoneo de sus caderas mientras ultimaba los detalles para deleitarse con la soledad. Un moño despeinado coronaba aquel enjambre de pensamientos que habitaba dentro de su cabeza. Y aquel espectador seguía admirándola en una secreta confesión. Por eso era un deleite, parecía casi prohibido.

Mientras una bomba de baño inundaba la estancia con sus efluvios, ella contemplaba el baile de espuma sirviéndose una copa de vino. Y el espejo la miraba. Observaba su espalda, la elegancia con la que unos hoyuelos detallaban el contorno de sus escápulas. Y en su cuello, un lunar entre muchos otros más que formaban constelaciones de sueños y mucho más allá. La ropa siempre escondía un secreto y él, que lo sabía y contemplaba alguna que otra vez al día, no dejaba de maravillarse. Sabía que era el fruto del trabajo y la constancia. Muchas horas y mucho sudor entre los hierros. Pero valía la pena. Valía la pena por esa sensación de luchar contra los demonios y sentir, cada día, que había ganado la batalla. Aunque esa no era la importante.

Lentamente se acercó al borde de la bañera, alzó su pie derecho y se deslizó dentro despacio, sintiendo cómo el calor del mojado alcanzaba cada vez más partes de su cuerpo. Allí se tumbó, se sumergió hasta el cuello, que acomodó con una toalla liada en la nuca. Dio un trago más y dejó vencer su cabeza hacia atrás mientras alargaba el brazo para posar la copa en el suelo.

Devil eyes de Hippie Sabotage comenzó a sonar. Cerró los ojos y la imagen se le vino de golpe y porrazo. Casi como si fuese real sintió cómo unos labios se avecinaban a los suyos, humedeciéndolos, perdiéndose en un beso descarado. Hundiendo los dedos en su pelo y atrapándola con fuerza. Aquel tipo desconocido y misterioso tenía al diablo en sus ojos. Era como la Kriptonita a Supermán, una debilidad irremediable difícil de sortear. Cuando uno se acercaba al otro, era como si se encendiera la sirena de una ambulancia. Un resplandor propio que no se atrevían a considerar. Brillaban y temblaban a partes iguales. Y también se olían desde lejos.

Parecía una ensoñación, pero fue verdad. Una verdad tan absoluta que no podía retirar ni un sólo instante de su cabeza, ni de su vida. Ella pensaba que era invisible y él que no se atrevería a besarla. Ninguno estaba en lo cierto. Y lo que, ni por asomo podrían haber averiguado antes, es que el deseo se avivaría cada vez más, siendo incandescente. 

Al abrir los ojos, se encontró jugando con los mechones que quedaban sueltos en su pelo.

Cogió de nuevo la copa, dio un trago y el espejo se empañó.

Sus manos comenzaron a corretear por su cuerpo tratando de cometer un desliz.

Un vaticinio, tal vez.

Fue en ese instante cuando algo interrumpió la ensoñación. La pantalla impertinente del teléfono se encendió y en ella apareció un mensaje emergente. Al verlo, se le encogió todo el cuerpo.

Deja de soñar conmigo y atrévete a la realidad.

De pronto, puso la cámara frontal del móvil, arriesgándose a un terrible accidente, elevó el vino a modo de brindis, hizo una foto y la envió.

Atrévete tú si es que puedes - contestó.

A veces el amor es como un suicidio enternecedor. Soltó una carcajada y se acercó la copa de vino a los labios.

El timbre de la puerta tardó menos de treinta segundos en sonar.

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