La carretera más solitaria de América, por Carlos A. Prieto

I was born lost and take no pleasure in being found.

John Steinbeck, Travels with Charley: In Search of America

Al amanecer, arranqué mi pequeño Hyundai rojo hacia la carretera que une la Bahía de San Francisco con el lago Tahoe; la interestatal US-50. La ruta 50 es conocida como la carretera más solitaria de América y, al igual que la famosísima ruta 66, conecta Estados Unidos de costa a costa. En Sacramento, capital de California, tomé la interestatal US-50 y me dirigí hacia los condados de Gold y El Dorado, polos mineros durante la fiebre del oro de 1849. La fiebre del oro cambió totalmente el modo de vida de California con la llegada de colonos del Este que abrieron rutas para atravesar la Sierra Nevada. Estos forasteros arribistas llegados desde todo el mundo fueron llamados forty-niners o gambusinos. Quizás porque iba muy impresionado por el paisaje, lo cierto es que apenas aprecié rastros del pasado minero desde la carretera.

A medida que conducía por la US-50 me adentraba en Sierra Nevada. Los topónimos hispanos empezaban a dejar paso a los anglosajones: Placerville, Cedar Grove… La vieja California hispano-mexicana cedía ante los gambusinos ávidos de oro. A partir de Pollock Pines la leve ascensión se convierte en un precioso paso de montaña con árboles esbeltos y erguidos que tamizan la luz del espléndido día. En este tramo, la US-50 hace honor a su fama y conduje millas y millas sin descubrir trazas de civilización.

Al final del puerto, un desvío de la US-50 me lleva a mi destino: South Lake Tahoe. Me recibe el vasto lago Tahoe. La primera vista del lago y los densos bosques estremece. En su libro Innocents Abroad, Mark Twain comparaba el Lago Como, en Italia; con el Tahoe. El Como, retorcido, rodeado de villas de recreo con maravillosos jardines; le parecía un arroyo en comparación con la extensión y salvaje paisaje del Tahoe.

A media mañana, acometí el objetivo final de mi viaje: ascensión en bicicleta por el sendero Tahoe Rim Trail hasta el pico Genoa (2780 m). Este sendero fue abierto por la compañía Pony Express hacia 1860, para hacer llegar el correo desde el este hasta los nuevos asentamientos mineros. La subida te recibe con una rampa terriblemente inclinada, aunque de buen piso. Se estrecha la pista, el bosque se espesa y se esconde la vista del lago. La senda se convierte en una sucesión de escalones de piedra, arcilla y nieve en la que cada pedalada castiga mis piernas. El estrecho caminillo está invadido de vegetación, cada vez más matorral y menos arboleda. A medida que el bosque se hace menos tupido, el lago volvía a acompañarme con un reflejo distante de luz. Al fondo, se entrevén picos nevados. Se hacía tarde y el sol empezaba a acostarse detrás de los picos vecinos. Empiezo a encontrar nieve en las laderas, la sensación térmica baja de golpe y no llevo ropa para la ocasión. Ya de vuelta, milagrosamente no me caigo durante la terrorífica bajada sembrada de mazacotes de piedra resbaladiza. No acabo de comprender cómo pasaban los correos del Pony Express por esa calzada subeybaja de sillares de piedra aptos para amurallar un castillo.

Tras una ducha bien caliente en mi motel, pregunto sin éxito a la no muy agradable recepcionista si Mark Twain anduvo por aquí, y salgo camino de la orilla del lago. Pasé el primer atardecer del otoño en una pequeña playa, bien abrigado para resguardarme del frío húmedo que empezaba a mojar la ropa. La vastedad de la Sierra Nevada me sobrecogía. La sensación de que la Naturaleza todavía se reserva para sí la potestad de aplastar al Ser Humano está presente en esta ruta 50: desde la antipática aridez de las llanuras hasta los sonidos intimidantes de los bosques alpinos cerrados a la luz. La inmensidad, la soledad, la fuerza de la Naturaleza, el cansancio extremo, la melancolía por abandonar para siempre ese paisaje; todo ello se fusionó en ese santiamén que dura la verdadera lucidez y entendí a Steinbeck al escribir: “Yo nací perdido y no me causa ningún placer que me encuentren”.



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