Cipión y Berganza: catavino o copa ancha

El Coloquio de los perros es la Novela Ejemplar cervantina en la que aparecen Montilla y las Camachas, y da nombre a nuestra asociación. Sus protagonistas, dos canes, Cipión y Berganza, también pretenden serlo de nuestra revista. En cada número, a través de sus reflexiones y posturas en páginas centrales, uno a favor y otro en contra, iremos tratando temas de interés para nuestra sociedad. En esta ocasión, ladrando  más a favor del catavino tradicional o de la copa de vino más ancha.

Cipión: catavino
Amigo defensor de las copas grandes, mi querido Berganza. Eres de los que aún creen que el tamaño importa más que el ingenio, permíteme dirigirme a ti con la tranquilidad del can que observa la mar embravecida de las modas desde la seguridad de mi atalaya.
Sabes bien que el mercado se ha inundado de cálices que más parecen acuarios de cristal soplado, promovidos por una nueva escuela de sumilleres que clama a gritos la necesidad imperiosa de aireación constante para despertar los efluvios vinateros, copas de tamaño ciclópeo con el que dar toque de gracia al “remeneo” previo al postureo…, digo, al proceso de inmersión naricil. Como si nuestros vinos generosos de Montilla-Moriles fueran tímidas criaturas que requieren un torrente de oxígeno para atreverse a hablar. Desde mi humilde opinión, esto es una falacia total y absoluta que desdice la historia y la ciencia de nuestro producto más excelso: el tradicional catavino.
Nuestro venerado recipiente, destinado a recepcionar el néctar de nuestras bodegas, ese objeto de geometría humilde y cónica que algunos tachan de reliquia o de instrumento exclusivo para paladares viejunos, no es un capricho nostálgico; es una herramienta de precisión diseñada para un desafío muy concreto que tu copa gigante ignora por completo. La verdadera grandeza, Berganza, la encontramos en la concentración, no en la dispersión de los aromas. Piensa en la crianza de nuestros Finos o Amontillados, con esa paciencia sublime bajo el velo de flor; esos vinos de cuerpo intenso y matices complejos no necesitan que los introduzcas en un torbellino para liberarse. Su fragancia ya está perfectamente integrada.
La boca estrecha del catavino no es una restricción, sino un embudo sensorial que canaliza y dirige los volátiles más sutiles y deseables directamente a tu nariz, impidiendo esa peligrosa avalancha alcohólica que tu cáliz moderno sí provoca al exponer tus células olfativas a una cascada etílica, arruinando la experiencia. Seamos serios: el diseño de nuestro catavino busca aislar la esencia, mientras que el tuyo busca la espectacularidad, aunque eso signifique quemar los sentidos.
Si hablamos de historia y función, el catavino cumplía en origen un rol esencial y práctico en las bodegas, donde la luz era escasa. Su forma cónica y el cristal sobrio permitían a los capataces examinar con precisión la limpidez y el color contra la luz, una labor de control de calidad y análisis que hoy se sustituye por la fotogenia de una copa que solo busca impresionar en la sobremesa y no servir con rigor.
Además, la capacidad reducida del catavino impone una disciplina necesaria. Te obliga al sorbo de cortesía, una medida justa y mesurada que permite que el vino se muestre sin saturar las papilas. Es una degustación medida que honra la complejidad, frente al torrente que propone la copa grande, que solo sirve para aturdir los sentidos.
El debate no es sobre el cristal y su tamaño, sino sobre el respeto a la identidad de un vino. El catavino es un símbolo de una tradición que valoraba la precisión y la contención sobre la ostentación. Y es curioso, Berganza, cómo el péndulo de las modas, esa deidad que tanto veneras, está volviendo a su origen. Mientras tú te esfuerzas en promocionar el gigante de cristal como la nueva religión de la cata, los extremos se tocan. Fíjate en el resurgir de las tabernas con solera, esos rincones que antes considerabas obsoletos. Hoy están repletos de la juventud más moderna, esa que se alimenta de lo underground y lo auténtico. Esta generación ya ha visto el mainstream de la copa gigante, ha posado con ella, y se ha aburrido de su pomposidad y su estética globalizada. Han entendido que la elegancia no está en el tamaño, sino en la pertenencia. El catavino se ha convertido, paradójicamente, en el nuevo símbolo de resistencia y de autenticidad. Las vanguardias siempre han sabido a mirar hacia atrás.
Tu amigo de lo clásico pero bien hecho, Cipión.
Berganza: copa ancha
Amigo Cipión, siempre tan aferrado a las viejas costumbres, tan enamorado de esas tradiciones que, según tú, no deben ser tocadas ni con la punta del hocico, vuelves a ladrarme que nada hay mejor para disfrutar un buen vino de nuestra tierra que con el clásico catavinos. Y aunque sabes que valoro tu fidelidad a lo de siempre —virtud escasa en estos tiempos—, déjame decirte, compañero de mil noches en vela, que te has quedado anclado en una bodega sin ventanas.
No te enfades, Cipión; ya me conoces. Pero esa defensa tuya del catavinos como si fuese la única copa digna del vino de Montilla-Moriles se parece mucho a la tozudez de un perro viejo que se empeña en dormir siempre en el mismo rincón aunque la casa haya cambiado entera. Las cosas evolucionan, amigo; evolucionan los caminos, los hombres y, claro está, también los paladares. ¿Por qué habríamos de pedir al vino que se quede quieto mientras todo lo demás avanza?
Sabes bien que en Montilla se ha instaurado la copa más ancha, elegante y abierta. Y aunque a ti te suene presuntuoso, yo te digo que su forma no es capricho moderno, sino una aliada imprescindible para mostrar la auténtica riqueza de nuestros vinos. Tú sigues defendiendo que el catavinos es más castizo, más nuestro, pero recuerda, buen amigo, que muchas costumbres antiguas se mantuvieron más por hábito que por fineza.
Míralo con calma, Cipión: el catavinos fue copa de cata rápida, copa de bodeguero ocupado, copa de mirar el color y poco más. Pero los vinos que guardan nuestras soleras —finos, amontillados, olorosos, PX y demás maravillas que tú y yo conocemos mejor que nadie— necesitan respirar. Necesitan amplitud para desplegar sus aromas, para que esa crianza que tanto presumimos tenga espacio para expresarse. Y en eso, compañero mío, la copa moderna gana por goleada: permite que el vino exhale su carácter, que despeje sus matices, que se presente tal cual es.
Además, Cipión, no me negarás que los tiempos han cambiado. Hoy el bebedor de vino no es el mismo de antaño: busca aromas, experiencias, contrastes; quiere entender lo que bebe, disfrutarlo, comentarlo. ¿No es justo, entonces, que también el recipiente acompañe esa nueva sensibilidad? El vino de Montilla-Moriles se ha actualizado sin perder su alma; ¿por qué la copa habría de quedarse rezagada?
Sé que cuando te hablo de modernizar te erizas como si hubieras olido a gato, pero te lo digo con franqueza: la copa tipo “consejo”, o como la quieras llamar, no traiciona nada, sino que revela. Es como abrir una ventana en una bodega oscura: lo que estaba allí sigue estando, solo que ahora se ve mejor. Y si un buen fino o un amontillado se abre en esa copa, sus aromas suben más libres, el trago se hace más redondo y el vino habla con una voz más plena.
Pero dejemos algo claro, Cipión, para que no vuelvas a ladrarme desde el otro extremo del patio: ni el catavinos ni la copa tipo “consejo” son, en el fondo, lo verdaderamente importante. Lo esencial —lo que convierte un Montilla-Moriles en un tesoro— es compartirlo. Es sentarse a charlar al fresco contigo, recordar anécdotas de nuestros paseos vigilantes, brindar por los amigos y por los días buenos. Es comprobar que el vino, como la amistad, mejora cuando se disfruta en compañía.
Así que no pongas más pegas, viejo amigo. Tú bebe en tu catavinos, yo en mi “consejo”. Mientras en la mesa haya un buen vino de nuestra tierra y un buen amigo con quien compartirlo, la forma del vidrio será lo de menos. Y te lo digo de corazón: contigo, Cipión, hasta el agua sabría a crianza.



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