De incumplimientos y otras miserias, por Leonor Rodríguez "La Camacha"


Ya me lo decía mi madre Elvira cuando describía al mayor de la caterva que en mi tierra compartía espacio conmigo: “no prestares atención a esos adufes, abantos meloneros sean, huelegateras pergeñados en sus visillos acechantes de chisme fresco, arrastracueros de golpe en cacerola, bebecharcos, cabezaalbercas, botarates, cagalindes de lo correcto, zurcefrenillos, mamacallos, verriondos, mangurrianes, tiralevitas, zampabollos, baldragas, tragavirotes, muerdesartenes, bellacos y patanes al cubo todos ell@s son”.

Acre y viperina fuere la lengua de mi madre, y atenta para la fina descripción de sus congéneres. Veintidós de esos tordos y pitañosos, y otros fanfosqueros de su ralea, señaláronme ante el Santo Oficio. Diez años fuera de mi casa y cien azotes por doble, en Córdoba y Montilla, fuese mi premio por ser libre y pensar por mí misma. ¿Y ahora dicen que 56 míseros días encerrados en casa son insoportables?

Mi alma apostada en el redil de la historia ha esperado su oportunidad. Bendita pandemia para dar rienda suelta a mi verbo lacerante.

En esta maldita tierra, por donde cruza errante la sombra de Caín, se disfruta más con la desgracia del odiado que con el goce propio. El deporte nacional se ha hecho quintaesencia en medio de una convulsión mundial. Odiar, denostar, incumplir, envidiar, difamar, insinuar, mentir, arramplar, señalar, acusar… ¡qué bien se nos da!

Y así es el español, o como quiera ser nombrado el gentilicio de esta tierra que según algunos nunca fue (¡si mi Señor Felipe II levanta la cabeza…!), que cruza el devenir de los años militando, no pensando. El español del cabreo, pero no de la revolución. El apesebrado, el furibundo haragán, el pícaro de manual, aquel que destripa al prójimo por un limpia culos, aquel que pasea sus magras carnes embuchado cual lorza ibérica en fantabulosas y fluorescentes tonalidades de prendas deportivas de todo a cien pretendiendo engañar al tensiómetro y a sus propias e inabarcables nalgas. Aquel que, para colmo de males, se ha criado sin carencia alguna, y mira perplejo, cual conejo deslumbrado, cómo la vida real, la del dolor y del esfuerzo, le ha estampado un mamporro de antología. No sabe cómo le ha pasado esto y lo peor es que no quiere saberlo, solo quiere que otros se lo arreglen.

Y mientras tanto, esto es lo mejor, pasea su miseria humana pensando en su derecho universal y en un futuro igual al lisérgico pasado que tenía. Sale cuando quiere, calla cuando se cruza con tres porque en ese preciso momento piensa que mañana él irá con cuatro. No porta mascarilla porque su mismidad aturde a cualquier virus, lo inutiliza, lo ahuyenta. Es un doríforo de la valentía, no existe el miedo en su acervo, al menos hasta que algo le asuste. Aplaude con regocijo puntual porque no tiene muerto al que llorarle. Escupe en el suelo, habla usando el móvil espolvoreando sus furibundas babas. Saluda con presunto regocijo al vecino aunque en realidad escruta qué mácula puede encontrarle. Nunca dos metros estuvieron tan cerca, ni tan lejos. Ni el chocolate, el alcohol, los encurtidos y las galguerías ocuparon la cúspide de la pirámide alimentaria. En cambio, yo solo gachas, habas y trigo tuve, aunque he de reconocer que ya los caldos de mi Montilla embaucaron en más de una ocasión mis, ya de por sí, perturbados sentidos.

Pero en este eterno abismo, este averno de ominosas razones, ¡oh sorpresa!, siempre hubo una luz. Mi tierra, España, es una elegida. Es el exceso de vivir hecho tonada. Esos mismos berzotas, y jamás entenderé ni cómo ni por qué, son capaces de brillar hasta aturdirte. Unos locos cubiertos de batas arriesgan todo en nombre de la sinrazón, en nombre de la vocación, en nombre del honor. Honor, ¡qué palabra tan olvidada y tan vacía en nuestro tiempo! Un honor que embarga y te estremece, y convierte al grupo humano en algo digno. Esa dignidad apabulla y hasta me da esperanza en tornar y quebrar, en alguna eternidad, mi torva y oscura alma.

Aunque para muchos de ustedes siempre será la Camacha, la vil mujer que escupe verdades y refleja impudicias, la bruja hideputa y malparida que os retrata. ¿A que sí, mi querida España?

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