Un día como profesor, por Miguel Andrés Castaño


En estos días de estado de alarma y confinamiento casero, desde la Asociación Cultural "El coloquio de los perros" queremos aportar nuestro granito de arena al fomento de la cultura, de la lectura y escritura, y hacer más amenos estos momentos. Es por ello que vamos a tirar de archivo e ir publicando esas pequeñas joyas que son los relatos cortos y fotografías de nuestro concurso.
En esta ocasión, el relato es "Un día como profesor", del cordobés de Peñarroya-Pueblonuevo Miguel Andrés Castaño, primer premio del IV Concurso de Relato Corto, celebrado en 2006 bajo el tema "Humor social: ¡me río por no llorar!" La imagen que acompaña el texto, titulada "Patera", fue la ganadora del apartado de fotografía y es obra del cordobés Miguel Solimán López Cortez.

Un día como profesor
Todos los días me levanto con muchas ganas de llegar al trabajo. Pienso que lograr que mis alumnos sean personas mejores y más formadas es algo hermoso. Yo sigo con mi vocación, aunque tomo conciencia de que predico en el desierto cuando muchos de ellos hablan acerca de su futuro. Utilizan frases como las siguientes: “quiero ser gambero, como mi padre” (sea lo que sea un gambero, que aún no lo sé); “lo mejor es ser albañil, porque ganan diez mil euros al mes” (aún no sé de dónde han sacado esa información y si yo estoy haciendo el canelo dando clases); “yo me tiraré a una famosa y saldré en todos los programas del cotilleo para ganar una pasta” (lo peor es que esto me lo dice un chaval que se cae de la silla por los dos lados a la vez, debido a un sobrepeso a base de grasas manufacturadas; quizás su arma secreta para conquistarla es que huele peor que la cama de un oso)…
Desayuno temiendo que aparezca alguna noticia de violencia escolar porque si mis alumnos la ven, acabarán por mimetizarse con el culpable – aprendiendo nuevas tácticas con las que acosarse entre ellos, pegarse entre ellos, humillarse entre ellos …o, lo que es peor: acosarme a mí, pegarme a mí, humillarme a mí…
Mi viaje hasta el instituto es un perverso y continuo frena-primera-frena-recibeuninsultodelcochededelante-primera-frena en el atasco de la mañana. Para más inri, tengo que dejar el coche a casi un cuarto de hora del instituto por la falta de aparcamiento que ulcera mi ciudad. A veces lo agradezco porque a los niños les evito la tentación de que utilicen sus puertas como pizarra y las llaves de su casa (la casa en la que maquinan maldades) como tizas apócrifas. La mejor parte de mi vida es que, si alguien me lo roba, no tendré problema para recuperarlo. Uno de los chiquillos que ha decidido que, cuando sea mayor, va a pasar droga, como su padre (este oficio sí lo conozco), se lleva bien conmigo y lo encontraría en un periquete.
– Si le mangan un día el coche, “profe”, me lo dice a mí, masculla. Mi “viejo” se lo encuentra rápido y se lo lleva a casa en un momento.
Es un placer que una criaturita como esta te quiera y te llame de usted.
El pobre es un inocentón que, para un día que participó en la clase, nos descubrió uno de los negocios de su familia.
– ¿Sabéis cuándo se recogen los melocotones?, pregunté para romper el ritmo de mi clase de geografía.
Me sorprendió ver una mano alzada y lo conminé a participar
– Por la noche, “profe”.
– ¿Por la noche?, dije como un eco tintado de interrogantes.
– Mi tito y yo vamos a recoger los “malacatones” por la noche. Saltamos la valla, subimos al árbol, meneamos la rama y los metemos en la camioneta.
La familia del angelito no tiene desperdicio. Demasiado bueno es él para el ambiente que le rodea.
Cuando llego a mi primera hora, tengo que codearme con los niños más pequeños, los de primero de la ESO. Me paso la mitad de la hora con los ojos desenamorados, tratando de evitar que se maten. No logro siquiera que se sienten en su sitio, porque en alguna etapa de su formación olvidaron enseñarles que se está más cómodo sentado que de pie. Tampoco he conseguido que contengan sus necesidades en la vejiga más de diez minutos.
– ¿Puedo ir al servicio a mear?, dice uno cualquiera, ignorando la expresión turno de palabra y vocablos como miccionar u orinar.
– Pero… si acabamos de entrar, le espeto indignado.
– Es que me meo, es que me meo, gimotea.
Así que me veo en la obligación de evitar un desastre con hechuras de catástrofe fontanera y le permito escaparse un minuto (que se convierte en cinco por arte de prestidigitación). Antes les decía que me explicaran qué harían si tuvieran que estar dos horas sin ir al baño. Su respuesta huyó del campo teórico y se presentó ante mí durante una excursión. Cada cinco minutos protestaban porque el conductor no paraba (de haberlo hecho, creo que habría dejado abandonado en medio del campo a más de uno).
Otro tema que me hace confiar en ellos y en su futuro son sus exámenes. Al corregirlos, leo respuestas como las siguientes:
“El Nilo es el río más largo de Andalucía”.
“La capital de Francia es Barcelona”:
“Los cinco continentes son España, Murcia, Francia y Japón”.
“Tres ciudades con mar de España son Madrid, Osasuna y Balencia”.
Al dueño de tan privilegiada cabeza le tuve que aprobar porque acertó una de tres en la última pregunta y supo que el Nilo era un río (mientras los demás hicieron una bola de papel con el folio del examen y se la tiraron a un compañero). Los puntos que le faltaban hasta el aprobado los logró porque tiene buen comportamiento en clase y además copió cinco veces la palabra “Valencia” bien escrita en su cuaderno.
Cuando les digo durante las explicaciones si hay alguna pregunta, no suelen levantar la mano (sospecho que ni siquiera me escuchan). Cuando las alzan con interés, es para descubrir aspectos de las asignaturas poco relacionados con la cultura general:
–  “Profe”, ¿eres virgen?
–  “Profe”, ¿por qué no puedo comerme el bocadillo en clase?
–  “Profe”, ¿a quién crees que van a echar del Gran Hermano?
Mi primer día cometí el error de caer en su trampa y responder a algunas de ellas, aunque me arrepentí inmediatamente.
– “Profe”, ¿de dónde eres?
– De Salamanca, respondí.
– ¿Eso está en Albacete?
– No, en Castilla y León, repliqué con voz litúrgica y tono condescendiente.
– Casi acierto, como las dos están al lado de Barcelona…, añadió el pequeño mequetrefe con la prepotencia propia del empollón de la clase. 
El problema es que resultó ser el más brillante de los alumnos de ese grupo (el del Nilo y “Balencia”).
Más tarde me voy con un grupo de tercero de ESO, que seguramente celebre los diez años de abandono del instituto en el ala sur de la prisión más cercana. La única posibilidad de que no coincidan allí es que les dispersen por distintos puntos de nuestra geografía, debido al riesgo que entrañan todos juntos.
Un día uno de ellos clavó una navaja en la mesa y me preguntó:
– ¿Puedo dejarla aquí?
Pensé que era mejor no enfadarle y respondí:
– Mientras no la uses contra nadie, sí.
Mi único objetivo con ellos durante el curso es que ni me maten a mí ni se descuarticen entre ellos. También intenté que escribieran bien sus nombres, pero se negaron.
– García lleva tilde, le dije a Jonathan García.
– Porque usted lo diga. Mi padre lo escribe “asín” y asín” tiene que ser.
Ante tamaña argumentación, no pude encontrar un razonamiento mejor para demostrar mi tesis.
Un día en el que debían estar alineados todos los planetas, logré que trabajaran la educación en valores. Nos centramos en el respeto y la igualdad entre hombres y mujeres. Les propuse que hicieran un mural que les motivara a respetar más a sus profesoras (a las que siguen considerando meros objetos).
Entre varios, hicieron un cartel que ponía: “devemos respetar a la profesora/o”. No quise corregirles, por si perdían interés en el mensaje. Desde entonces, esa cartulina preside el aula. Muchos camaradas me han preguntado con sorna qué es un profesoro. 
Hablando de los docentes, lo mejor de todo es el compañerismo que se respira entre el profesorado. Algunos de mis colegas han decidido desbancar al director y a su camarilla para lograr tener las reducciones horarias que atesora el cargo y que les permitiría permanecer menos tiempo en el aula.
– ¿Tú con quién estás, con la directiva o con los profesores?, soltó un día uno de los “salvadores de la plebe docente frente a la amenaza de la aristocracia de la directiva”.
– Yo es que vengo aquí a dar clase, a que los alumnos aprendan.
Me miró como si le hubiera contado que yo venía de Ganímedes y que mi único objetivo en la Tierra era comerme un bocadillo de chorizo cubierto de mermelada.
Cada vez que tengo que tragarme una de estas charlas sufro porque me quitan tiempo para escuchar las sempiternas discusiones que tenemos acerca de los nuevos planes de educación. Los políticos que llegan nuevos al gobierno se deciden a cambiarnos cada cuatro años las normas del juego. Sé que son discusiones banales pero me fastidia no participar en ellas. Me encanta escuchar que el gran problema de la educación es tener o no tener clase de religión. Siempre confío en que quien tenga que decidir si perpetuarla o declarar su extinción acierte (ya que así se acabarán problemas como el fracaso escolar, el analfabetismo funcional del alumnado, la total ausencia de cultura en los adolescentes, el acoso escolar…).
Pero los mejores días llegan tras la época de evaluaciones:
– ¿Por qué me has suspendido, “profe”?, me suelta uno de los chavales asaltándome por los pasillos.
– Porque en los tres exámenes que me has hecho no has tenido más de un dos en ninguno.
– Pero… podías haber tenido en cuenta el comportamiento, sus palabras rezuman súplica.
– Es que te pasas el día hablando y ya te he tenido que separar dos días de Gutiérrez para que no le pegaras.
– ¿Y la libreta no ayuda?
Recuerdo que su cuaderno es un enjambre de hojas semidescacharradas, sin pastas, llenas de tachones, cartografiadas por dibujos obscenos y acabo por concluir que su escala de valores es distinta de la mía y que no me va a entender aunque se lo explique.
– Mira, me lo pensaré, me despido.
Pero lo mejor de todo, lo más divertido, son los padres que vienen a ver cómo les va a sus hijos. Su único propósito es que los profesores seamos como encargados de un aparcamiento. Ellos meten el coche y lo sacan sin abolladuras ni golpes. Por supuesto, su gran preocupación es que no expulsemos a su criaturita.
– ¿Por qué me lo van a expulsar?
– Porque habla con los demás y no deja al profesor dar su clase.
– Son ellos los que le hablan a él. Lo que le pasa es que es muy sociable.
– Y le pegó un puñetazo en la barriga a un compañero.
– Eso no es así. Permita que se lo explique, fue el otro en que le dio un barrigazo en el puño.
– Además, no muestra interés y ha suspendido todo.
– Eso no me importa, lo que quiero es que no me lo expulse usted.
Eso sí, a veces se derrumban y dice:
– No lo entiendo, no sé por qué se porta así. Mira que le he regalado una moto porque me prometió que iba a ser bueno y a no meterse en líos.
– Pues castíguele ahora usted sin moto, les propongo sin comprender cómo han podido premiar a sus descendientes por no hacer nada durante años y ofrendar un cambio imposible.
– Ay, pobrecito, con la ilusión que le hace ir por ahí con la moto nueva. Ya veré si encuentro algún otro castigo – y se secan las lágrimas. Hagan ustedes el favor de no expulsarlo.
Cuando vuelvo a casa intento desconectar de todos los temas que me han ido arrollando por la mañana y me acuesto. A veces tengo algunas pesadillas en las que soy viejo y me reencuentro con mis alumnos.
Mi abogado defensor es Peláez, que no es capaz de redactar cuatro palabras sin cometer alguna tropelía sintáctica u ortográfica. La médico que me tiene que operar es Lucía Santamaría, que no distingue el lápiz del bolígrafo cuando les exijo que los exámenes se hagan con tinta azul. El arquitecto que me construye mi chalet en la playa es Garrido, que no es capaz de dibujar un triángulo sin hacerle un cuarto lado.
La mañana siguiente me vuelvo a levantar y pensar: me encanta ser profesor y lograr que mis alumnos se conviertan en personas de provecho.

Comentarios