Con espíritu peregrino, deportista y senderista, me levanté ese día con intención de ir andando de un país a otro. Yo me encontraba en Italia, concretamente en la bella y perenne ciudad de Roma. Me levanté temprano. Las primeras claridades se levantaban con más lentitud y desgana que mis intenciones y mis propósitos para ese día. Residía en una zona o barrio que se llama Monte Mario, que supongo que será una de las siete colinas que contiene Roma. Los deseos de ese día eran visitar el país vecino interno de la Ciudad del Vaticano, que se encontraba a unos nueve kilómetros de mi vivienda. Desde el corazón de Monte Mario han dispuesto un corredor o pista para deportistas, andarines, ciclistas, patinadores, para gente normal y para esos engendros entre bicicleta y moto que en las cuestas a favor alcanzan unas velocidades de demonio callado.
Entré en la pista y tenía delante de mí nueve kilómetros para llegar a la frontera del nuevo país. Mi propósito era visitar todo lo que pudiera de él; la inigualable y milagrosa basílica de San Prieto, su bella, abrazadora y acogedora plaza, la majestuosa cúpula de San Prieto que es el solideo de la cristiandad y la cabeza visible de Roma y, cómo no, sus Museos Vaticanos. Mi intención era llenarme de arte. En el Vaticano el arte y la belleza si no se come, por lo menos se mastica. La Ciudad del Vaticano es el país más pequeño del mundo, pero para que los vaticanos no se sientan pequeños, pueden presumir que viven en el país con más arte por metro cuadrado.
Comencé a andar con pasos tranquilos, con pasos de senderista novicio porque sabía que tenía delante de mí, aparte de estos nueve kilómetros, un día de andanza total. Se caminaba bien y fresquito. El pequeño desnivel de la pista era a mi favor y ayudaba a que los pasos se sintieran felices. Cada vez me cruzaba con personas que se habían levantado con mi misma intención; aumentaban los ciclistas que tenían su propio carril. Poco a poco me adelantaban personas corriendo, dando la sensación que se habían levantado tarde. Las que corrían en sentido contrario a mi dirección me afrentaban con sus caras de futuros fiambres. A mitad del recorrido, y a mi izquierda, había un gran edificio con una arquitectura fea que me recordaba la arquitectura de los países del este. El edificio me sonaba de haberlo visto antes, pero mi memoria parece que no había madrugado a la misma hora que yo. Cuando despertó, recordé que este edificio es el hospital donde pasó los últimos días de convalecencia el Papa Francisco. La pista terminaba a unos tres kilómetros del Vaticano en un mirador cuyas vistas recargaban las pilas internas y motivaban a los pies a descansar.
Poco rato después llegué al país de la Ciudad del Vaticano, según me indicaba el letrerito. Me encontraba en el Vaticano, pero, para mi sorpresa –este día tendría bastantes–, me encontré con que el país estaba cerrado. En ese mismo momento llegaron junto a mí dos señoras que intuí que eran extranjeras y, con un español en velocidad lenta, les dije “está cerrado”, y una de ellas a velocidad normal me dijo en castellano “qué mala suerte“.
No tuvimos otro remedio que dar una gran vuelta bordeando medio país y llegamos a lo más característico de Roma y de la Ciudad del Vaticano, a una cola. Se sabe que, por tierra, por mar y por aire, todos los caminos conducen a Roma y los turistas también lo saben, por lo que nunca dejarás de ver en Roma las colas, y muchas de ellas sufrirlas. Como consejo, les diría a aquellos que quieren una existencia larga, que vivan el máximo de tiempo que puedan en una cola. Su vida se le alargará eternamente.
No entendía tal aglomeración de gente para pasar a la plaza de San Pedro, siendo libre la entrada. Mi improvisada compañera norteamericana me sacó de dudas, era domingo y los domingos el Papa oficia la misa en la plaza de San Pedro. Comprendí que toda esta aglomeración de personas era para oír al Papa, ver al nuevo Papa y de caminito era la fiesta o la misa de Pentecostés, que atraía a personas de todos los lugares del mundo.
Mi primera intención de ver el interior de la basílica se esfumó como la fumata blanca de unos días atrás porque los domingos, debido a la misa, la basílica permanece cerrada. Me resigné como buen cristiano y ya dentro de la plaza me relajé contemplando el decorado de Bernini. La plaza seguía continuamente llenándose de gente, comprobé que en la columnata había muchos más controles. Mi cola y sus componentes no estábamos solos. Muchas colas solidarias había junto a la nuestra. En la plaza, que es inmensa, cada vez era más difícil encontrar espacios libres.
Solamente unos callejones construidos con vallas de madera permanecían libres. Por estos, y dentro de poco, el flamante y novísimo Papa León XIV, el norteamericano-peruano Robert Francis Prevost, haría su aparición en el coche blanco papal y él a juego con el coche.
Esperándolo, me dediqué a contemplar la multitud alegre y enfervorizada, con ropas de todos los colores y de todos los domingos y con el deseo a flor de piel para ver al Papa.
A eso de las diez la plaza se encontraba totalmente ocupada por miles de personas, que supongo que su número se acercaría a cien mil, por el magnifico obelisco egipcio y sus dos fuentes o fontanas tan extraordinarias que le daban categoría a las aguas que vertía.
También me dediqué a contemplar las columnas de Bernini; un placer para la vista y para el espíritu. Me sucede a veces que veo la grandeza de Dios en algunas obras de los hombres. Sus 284 columnas, con una colocación y exactitud milimétricamente divina, consigue que uno se extasíe humanamente. Sus tamaños colosales consiguen que el espíritu egipcio en Roma no se encuentre en los muchos obeliscos de la ciudad, sino en estas columnas de Bernini. Unas columnas que podrían soportar el peso de cincuenta trenes y solamente soportan aire, belleza y sus 140 esculturas de santos.
Un clamor comenzó a subir de tono; las palmas ante el espectáculo de ver al Papa arreciaron y en ese preciso momento apareció el Papa en su coche, bendiciendo a toda la multitud allí congregada. El papamóvil se introducía en los callejones llegando incluso hasta el Castel Sant’Angelo, cuya avenida principal, que lo une con el Vaticano, también estaba atestada de personas. Me acerqué a la valla y lo vi pasar saludando –creo que Él no me vio a mí–. Sin duda, ver al Papa, con todo lo que le rodea, es también otro tipo de espectáculo; si no físico, sí espiritual para las miles de personas que allí nos encontrábamos.
A modo de rezo, al jefe superior del Papa León XIV solamente le pedí que el sucesor de Robert, que espero que tarde mucho en llegar y que lo veamos, tenga mucho menos trabajo que León XIV y que sus rezos sean por gusto. Y al actual Papa León XIV que lo ilumine en todas sus decisiones para mantener vivas esas alegrías de esos miles de corazones.
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