Desde El Ladrío, y a través de una entrevista ficticia, irreal y fingida, queremos dar a conocer a los muchos montillanos ilustres, de origen y de adopción, que la historia de nuestra ciudad ha dado.
En esta edición, el elegido es Pedro Sánchez, marinero montillano que se embarcó en la carabela La Niña durante el primer viaje de Cristóbal Colón al Nuevo Mundo.
- ¿Qué ha significado Montilla para usted?
- Montilla ha sido siempre mi raíz y mi refugio. Allí nací, allí aprendí el valor del trabajo y la fuerza de la tierra. Aunque el mar me llevó lejos, en el corazón siempre llevé el olor de sus campos, el color de sus viñas y la calidez de su gente. No hay día en que no haya recordado sus calles y sus cielos mientras navegaba en medio de la inmensidad del océano. Montilla fue, y sigue siendo, la brújula que guía mi memoria.
- ¿Qué llevó a alguien criado en la campiña cordobesa a hacerse marinero?
- Puede parecer extraño, lo sé. Criarse entre olivos y viñas no prepara a uno para la vida en el mar. Pero el ansia de aventura, el deseo de ver mundo y la necesidad de mejorar la suerte de la familia fueron más fuertes que el apego a la tierra. Desde pequeño oía hablar en las plazas de Montilla de tierras lejanas, de comerciantes que cruzaban mares y traían riquezas y maravillas. Aunque no tenía puerto cerca, soñaba con barcos, con horizontes infinitos. Cuando surgió la oportunidad de aprender el oficio de marinero, no lo dudé. Era mi forma de romper las fronteras invisibles que me rodeaban.
- ¿Qué lo impulsó a enrolarse en un viaje hacia lo desconocido? ¿Qué sintió al poner rumbo a mares nunca antes navegados?
- Fue la promesa de gloria, de riquezas, de formar parte de algo grande. Cristóbal Colón hablaba con una convicción contagiosa: estaba seguro de que más allá del océano se encontraba la ruta a las Indias. Y aunque muchos dudaban, esa pasión suya encendía en nosotros la esperanza de un destino extraordinario.
Al zarpar, sentí una mezcla de emoción y terror. El mar abierto es inmenso, y pronto uno entiende cuán pequeño es el ser humano ante la naturaleza. Cada amanecer era una conquista sobre el miedo; cada noche, una oración por sobrevivir. Sin cartas precisas ni certezas, navegábamos como quien persigue un sueño con los ojos vendados.
- ¿Cómo recuerda la convivencia entre la tripulación durante la travesía? ¿Hubo algún momento en que pensó que no regresarían?
- La convivencia no fue fácil. Éramos hombres duros, muchos de nosotros con pasados difíciles, y el encierro en aquellas naves pequeñas y desvencijadas hacía brotar los peores demonios. Surgían disputas por cualquier cosa: la ración de agua, el orden de los turnos, los rumores que crecían como la pólvora.
Hubo momentos, sí, en que pensé que no regresaríamos jamás. Recuerdo especialmente los días en los que el viento caía y quedábamos a la deriva, bajo un sol que parecía querer fundirnos vivos. La desesperanza flotaba en el aire. Algunos hablaban ya de motín. Solo la firmeza —y la terquedad— de Colón nos mantuvo en rumbo.
- ¿Qué impresión tuvo al llegar por primera vez a tierra en lo que se creían las Indias? ¿En algún momento sospechó que se trataba de un nuevo continente?
- Recuerdo aquel 12 de octubre de 1492 como si fuera hoy. Habíamos dejado atrás semanas de incertidumbre, con marineros rezando unos, murmurando otros, y muchos perdiendo la fe. Cuando desde la Pinta se oyó aquel “¡Tierra a la vista!”, fue como si el alma nos volviera al cuerpo. Bajamos a la orilla de una isla que supimos después que se llamaba Guanahaní, y lo que vi me dejó sin habla: un paraíso de arena blanca, aguas claras y una calma que contrastaba con la tensión que traíamos encima.
No sé si fue el alivio, la emoción o la locura de tanto mar, pero me arrodillé sobre aquella arena blanca, acariciándola como se acaricia algo sagrado, y empecé a cantar con alegría. Aquel canto, que me salió del alma, fue quizá —si se me permite la licencia— la primera música del Nuevo Mundo. Algunos incluso lo cuentan así, y me honra.
¿Si sospeché que no eran las Indias? En ese momento, no. Estábamos convencidos de que habíamos llegado a Oriente por la ruta occidental que tanto defendía Colón. Pero algo en el aire, en la tierra misma, tenía una esencia distinta. Quizá no lo sabíamos con certeza, pero el corazón lo intuía: aquello era algo nuevo. Algo más grande de lo que jamás imaginamos.
- Desde su experiencia, ¿cómo describiría a Cristóbal Colón como líder?
- Colón era un hombre extraordinario, aunque también lleno de defectos. Como líder, era inflexible y ambicioso, pero también poseía una fe casi sobrenatural en su empresa. Esa fe era su fuerza y su maldición. No escuchaba a nadie, no admitía dudas, y a veces eso generaba resentimiento entre la tripulación.
Pero si algo nos sostuvo en medio de la incertidumbre, fue precisamente su inquebrantable creencia en el éxito. Donde otros habrían cedido al miedo, él avanzaba. Y aunque su trato no siempre era justo ni amable, le reconozco el mérito de haber logrado lo que parecía imposible.
- ¿Qué piensa hoy del impacto que aquel viaje tuvo en la historia del mundo?
- Aquel viaje cambió el curso de la historia, para bien y para mal. Nosotros, simples marineros, no podíamos imaginar las consecuencias de nuestros actos. Hoy sé que abrimos una puerta que nunca más se cerraría: llegaron nuevos conocimientos, nuevas riquezas, pero también guerras, esclavitud y sufrimiento para muchos pueblos.
El mundo se hizo más grande, pero también más complejo y más violento. Me siento orgulloso de haber sido testigo de un acontecimiento único, aunque no ignoro la sombra que también proyectó. La historia no suele ser ni blanca ni negra; suele teñirse de todos los colores de la condición humana.
- ¿Qué consejo daría a los jóvenes que sueñan con explorar nuevos horizontes?
- Les diría que nunca dejen de soñar, pero que sean conscientes de que todo viaje tiene su precio. La aventura no es solo gloria y descubrimiento; también es sacrificio, miedo, renuncias. Hay que ser valiente, sí, pero también humilde ante la inmensidad del mundo.
Que no teman a lo desconocido, pero que respeten siempre a quienes encuentren en su camino. El verdadero explorador no es quien conquista, sino quien aprende, quien escucha, quien regresa transformado por lo que ha vivido.
- ¿Qué siente al saber que Montilla ha dedicado una calle a su nombre? ¿Cómo lleva que el actual presidente del gobierno de España tenga su mismo nombre y apellido?
- Saber que Montilla ha dedicado una calle a mi nombre es uno de los mayores honores que jamás habría imaginado. Es como si, después de tantas millas navegadas, mi vida regresara por fin al lugar donde todo empezó. Mi nombre queda allí, en piedra y en memoria, y eso es más duradero que cualquier travesía.
¿Y lo del presidente? Bueno... no me esperaba que, siglos después, alguien con mi mismo nombre y apellido gobernara los destinos de España. Espero que no se le maree el barco, que los vientos le sean propicios y, si hay tormenta, que sepa timonear con temple. Yo, al menos, aprendí que el mar castiga la soberbia. Él sabrá si va con brújula... o por instinto. En cualquier caso, que quede claro: yo fui el primer Pedro Sánchez en llegar a América.
- Para finalizar, ¿cómo le gustaría ser recordado?
- Me gustaría ser recordado como un hombre sencillo que, movido por un sueño, se atrevió a cruzar los límites de su tiempo. No busqué gloria ni riqueza, sino aventura y sentido. Si alguien en Montilla, o en cualquier lugar, escucha mi nombre y siente el impulso de mirar más allá del horizonte, entonces mi memoria habrá cumplido su propósito.
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