Mi hermano Rashid, por Luis Miguel Bueno Padilla


En estos días de estado de alarma y confinamiento casero, desde la Asociación Cultural "El coloquio de los perros" queremos aportar nuestro granito de arena al fomento de la cultura, de la lectura y escritura, y hacer más amenos estos momentos. Es por ello que vamos a tirar de archivo e ir publicando esas pequeñas joyas que son los relatos cortos y fotografías de nuestro concurso.
En esta ocasión, el relato es "Mi hermano Rashid (historia vulgar de un recuerdo)", del cordobés Luis Miguel Bueno Padilla, ganador del I Concurso de Relato Corto (aún sin fotografía) "El coloquio de los perros", celebrado en 2003 bajo el tema "Cooperación internacional, desarrollo solidario e interculturalidad".

Mi hermano Rashid (historia vulgar de un recuerdo)

Aún voy de cuando en cuando al promontorio de la playa oeste. Me gusta sentarme al atardecer, y dejar que mi piel se impregne del salitre que esparce la brisa. Observo las siluetas de los barcos que se desplazan perezosamente, horadando la inmensidad. Tam bién me gusta seguir con la vista el vuelo despreocupado de las gaviotas, hasta que el ocaso las transforma en retazos oscuros y furtivos.
Después de aquella noche fatídica, el abuelo solía sentarse allí, de cara al norte, y permanecía largas horas sin moverse. A mí me parecía que pensaba el mundo. Recuerdo sobre todo su mirada, compendio de mil vidas, su mirada horizonte. Porque mi abuelo era un hombre hecho de atardeceres.
Antes no era así. Antes leía mucho, y frecuentaba el bar de Alí por las tardes, donde iba a fumar con los amigos. Mi hermano y yo sabíamos que era un sabio, y le preguntábamos el porqué de muchas cosas. Mi hermano Rashid...
Mi hermano tenía una imaginación febril, tumultuosa. El abuelo intentaba calmar sus ímpetus creadores invocando la prudencia, aconsejándole moderación. Recuerdo que, un día, al salir de la oración del mediodía, Rashid abordó bruscamente al abuelo para proponerle otra de sus ideas alocadas: ¡una alfombra climatizada para rezar en invierno! El frío glacial de los suelos marmóreos de la Mezquita traspasaba las esterillas, y las rodillas se resentían. El abuelo reprimió visiblemente una carcajada, y luego, frunciendo el ceño con un rigor forzado, reprochó a mi hermano su frivolidad. Pero estas reprimendas no contrariaban en nada a Rashid, que imaginaba sin cesar nuevas extravagancias. Su habilidad no estaba sólo al servicio de quimeras y fútiles invenciones. Lo mejor, sin duda, fue cuando instaló una antena parabólica fabricada con restos de electrodomésticos usados. Captaba una docena de cadenas extranjeras, e intuía otras diez. El abuelo, que prefería la lectura, no prestó demasiada atención a este logro. Al contrario que yo, que admiraba a mi hermano por su destreza y su entusiasmo.
Una de las cadenas captadas que ofrecían mayor nitidez era española. Recuerdo que mi hermano la escuchaba, aun sin comprender una palabra, porque le agradaban la sonoridad, la brusquedad de las sílabas que se concatenaban y producían ritmos y entonaciones desconocidas. Y lo cierto es que, poco a poco, mi hermano fue acostumbrándose a la lengua castellana. Comenzaba, decía él, a enlazar colores y formas con los sonidos, a aprender significantes modelando significados, anticipando fonemas y remedando interjecciones. El abuelo, al principio indiferente, parecía ahora contento con esta nueva ocupación intelectual de Rashid. Y lo animaba a desvelar el código cifrado de la lengua extraña.
Así pasó un año.
Creo que todo comenzó al invierno siguiente. Fue un día de noviembre. Llovía con insistencia un agua sucia, estrepitosa y helada. El abuelo leía en la mecedora y yo jugaba al parchís con unos amigos. De pronto, mi hermano, empapado y jadeante, irrumpió en la casa. Estaba muy nervioso, y farfullaba algo ininteligible. El abuelo, un poco turbado, pero mostrando serenidad, fue a envolver a Rashid en una gran toalla de lana, obligándole a sentarse. Sin mediar palabra, comenzó a preparar un té, mientras mi hermano, los ojos fijos en el vacío, murmuraba con la boca entreabierta. No había visto nunca en él aquella expresión de desasosiego y repugnancia, de hastío e indignación. Sus ojos, sobre todo sus ojos, enrojecidos por las lágrimas, parecían querer hendir el aire, triturar los muros. Sus ojos, no podré olvidarlo jamás, gritaban en un silencio estremecedor.
Cuando el abuelo trajo la tetera humeante, nos dirigió una mirada a mis amigos y a mí, que yo comprendí muy bien, para que los dejásemos solos. Despedí, contrariado, a mis dos compañeros de juego, y me retiré a mi habitación. Desde allí escuchaba la voz trémula, extrañamente cambiada, de mi hermano, y las interrupciones, en un tono reposado pero firme, del abuelo. Así estuvieron hasta muy tarde, hasta que se me cerraron los ojos y un sueño pesado me abatió.
Desde aquella noche, y por un motivo que no comprendí, mi hermano se volvió reservado y taciturno. Ya no desafiaba la paciencia del abuelo con alocadas proposiciones. Ahora se encerraba a menudo en su cuarto, y apenas hablaba. Se limitaba a cumplir maquinalmente sus tareas, tanto en el zoco como en casa. Lo único que seguía ínteresándole era la televisión, la cadena española, que veía cada vez que tenía un rato libre. A veces, sin embargo, me dejaba acompañarlo a la playa, por las tardes. Nos descalzábamos y recorríamos la orilla hasta las rocas de la bahía. Me gustaba sentir la espuma que se enroscaba en los tobillos, y hundir los pies en la arena, en el crepitar infatigable de las olas. En los días más claros podían verse las montañas españolas, a lo lejos. Entonces mi hermano se sentaba en la arena y contemplaba absorto el horizonte.
Hasta que subió al promontorio. La vista, aquella tarde de agosto, era excepcional. El mar parecía una lámina de metal grisáceo abrumada por tantas horas de calor abrasador. El cielo estaba rosáceo, descarnado, y ya brillaban algunas estrellas aquí y allá. Mi hermano, en un susurro apenas audible, comenzó a recitar unos extraños versos, o al menos eso creía yo. Luego se volvió hacia mí, el rostro sonriente, y se lanzó corriendo hacia la playa. Yo corrí tras él, y así llegamos, exhaustos, a casa. El abuelo había salido, y mi hermano se puso a registrar los cajones del dormitorio familiar. Extrajo un fajo de billetes y se fue, sin perder un minuto, hacia el zoco. Yo quise seguirle, pero él me retuvo con un gesto imperativo de la mano. Allí me quedé, apoyado en el dintel de la puerta, aturdido y, no sabría por qué decirlo, decepcionado.
Mi hermano volvió a cambiar. Parecía haber recobrado su vitalidad, su buen humor. Ahora sonreía, y daba palmaditas en el hombro. Incluso se permitía bromas con el abuelo. Sin embargo, sus violentas carcajadas, sus ademanes exagerados, sus inflexiones en la voz, más aflautada e histérica, nos inquietaban. Yo sabía que a Rashid lo devoraba la cólera por dentro, que algo siniestro, un fluido de amargura, un rencor indómito, lo debilitaban. Sus risas, sus bromas, sus gestos desenvueltos no eran sino un sombrío presagio.
Mi hermano... creo que mi hermano había acumulado demasiadas miserias, como muchos otros. Como yo.
Y entonces ocurrió. Una noche oscura y seca, de fuerte viento, Rashid se escabulló a hurtadillas de casa. No debía ser muy tarde, aunque lo suficiente para que el abuelo durmiese desde hacía un buen rato. Llevaba una especie de saco, de gran tamaño, que no pude distinguir bien en la oscuridad. Sin que él me viera, le seguí. Al pasar por el salón reparé en un papel depositado encima de la mesa, una carta firmada, pero no quería parar un instante por miedo a perderle, así que continué. Estaba muy oscuro, pero oía los pasos de mi hermano en la calle, alejándose apresuradamente. Iba a la playa. Entonces pensé en todos los que viajaban a España en barcazas, en medio de la noche, sin ni siquiera llevar una maleta o un poco de comida. Mi abuelo me había prevenido contra los que ofrecían esas travesías clandestinas. Es insensato, me decía. Y ahora mi propio hermano se dirigía a la playa, al parecer para unirse a algún grupo de aquéllos.
No podía creerlo. Mi hermano nos abandonaba.
Se me hizo un nudo en el estómago, y unas ganas de llorar me oprimieron el pecho. Quería gritarle, insultarle, quería alcanzarlo para llorar en sus brazos y golpearle para que se quedara. En ese momento vi que Rashid tomaba el camino del promontorio, y dejaba el de la playa. Desconcertado, lo seguí en silencio, más tranquilo al alejarnos de la costa. Cuando llegamos al promontorio, el viento azotaba con furia las rocas, y obligaba a realizar esfuerzos para andar. Rashid, que portaba penosamente su enorme fardo, alcanzó el borde del acantilado. Arrojó al suelo la carga, y retiró el plástico que la envolvía. Ante mi sorpresa, lo que mi hermano extrajo de aquel amasijo de maderas eran dos alas de portentosa envergadura, fabricadas quizá con tela, quizá con otro material resistente y elástico, enroscadas en torno a unos troncos cilíndricos y articulados.
Todo sucedió muy rápido.
El abuelo, que nos había oído salir de casa, remontaba la pendiente con dificultad, gritando y haciendo aspavientos. Yo, sin embargo, no podía moverme. Estaba paralizado. Mi hermano me había mirado por última vez, con unos ojos llenos de euforia, de exaltación, llenos de océano, de cielo, de mar y de tierra, de risas en la playa y de atardeceres juntos, de bromas y de caricias, de remordimientos y de amor. Y mientras el abuelo, impotente, mezclando su llanto al del viento, clavaba sus rodillas en la hierba mustia, los brazos extendidos hacia el vacío, yo veía a mi hermano volar en la oscuridad, y me acordaba de las gaviotas, retazos furtivos del ocaso.

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