La muerte es una mujer vestida de rojo, por Francisco Javier Morales Calero

Mientras la esperaba, mi mirada se centró en aquella mesa repleta de libros. Uno de ellos llamó especialmente mi atención. Tenía un rostro humanoide cadavérico en su portada. No alcancé a ver título ni autor, ni tampoco me animé a hacer un mínimo esfuerzo por satisfacer mi curiosidad. Podría haberlo cogido, hojearlo y quizá comenzar a leerlo, pero nunca he sido partidario de emprender acciones que sé que no voy a finalizar. No iba a volver allí, al fin y al cabo, y el par de hojas que leyese pronto perdería nitidez en mi cabeza hasta caer en el olvido. 
Sin embargo, por algún motivo que todavía hoy desconozco, aquel rostro me cautivó profundamente. La muerte. Ignoro si es eso lo que pretendía representar, solo sé que es lo que a mí me pareció. La muerte. Quien más y quien menos la teme. Las diferentes representaciones que se han hecho de ella no han sido para menos: esa tenebrosa hilandera que a golpe de tijera terminaba con la vida de los mortales, esa amalgama de bestias que con sus fauces de cocodrilo sumía en la nada absoluta a los fallecidos impuros, ese jinete de capa negra y mirada de hueso que con su afilada guadaña sesgaba las almas tanto de reyes como de esclavos. Eso, en parte, es causa del temor que inspira: pobre o rico, nada puede hacerse para esquivarla. ¿Quién no iba a tener miedo a desaparecer, a convertirse en nada? Alguien, por supuesto. 
No para todo el mundo la muerte supone un fin. Para unos, la muerte les lleva a un lugar mejor. Para otros, implica un reinicio. Cuentos de abuelas que ayudan a recibirla con más ánimo y menos miedo. Yo siempre he pensado que la muerte es lo que es y, siéndolo, que recibe un trato injusto. Dado que no puedo hacer nada por eludirla, prefiero tener una visión romántica de ella. Morimos porque hemos nacido, porque hemos vivido, y la muerte es la guinda que corona el pastel de nuestra vida. Todo lo que comienza tiene un fin y la existencia no iba a ser menos. La muerte… solo su nombre transmite fuerza. No me cabe la menor duda de que, dentro de la naturaleza, del mundo palpable y observable, es lo más parecido que podemos encontrar a Dios. Inequívoca, omnipresente, todopoderosa. Allí donde toca deja huella. Cuando la observas te cuesta sacártela de la cabeza. Todos estamos destinado a ella.
Entonces alcé la vista. Y la vi. En ese momento lo tuve claro. La muerte no es una vieja hilandera ni un esqueleto con capucha y guadaña. Esa noche aprendí que la muerte es una mujer vestida de rojo.

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