Desde El Ladrío, y a través de una entrevista ficticia, irreal y fingida, queremos dar a conocer a los muchos montillanos ilustres, de origen y de adopción, que la historia de nuestra ciudad ha dado.
En esta edición, el elegido es Antonio Pablo Fernández Solano, el Sabio Andaluz, médico y científico montillano que destacó en la España y Europa de la Ilustración.
- ¿Qué ha significado Montilla para usted?
- Me llamo Antonio Pablo Fernández Solano, y dudo que exista un apellido más montillano que el que me acompaña desde mi nacimiento, allá por marzo de 1744. Montilla es, para mí, alfa y omega; y, si bien pasé muchos años de mi vida fuera, siempre mantuve los vínculos con mi casa, y llevé con orgullo mi gentilicio por bandera. Aquí recibí mis primeras lecciones, en el colegio jesuita de la Concepción, donde me inicié en el conocimiento de la gramática, el latín y la filosofía; disciplinas que me abrirían las puertas a continuar mi formación en otros lugares. Montilla siempre fue mi hogar, y, debido a los múltiples achaques de salud que afectaron la mayor parte de mi vida, se convertía de manera recurrente en un refugio donde recuperarme junto a los míos.
- ¿Cómo nació su vocación científica en un país tan poco proclive a ello como España? ¿Qué dificultades encontró?
- Mi familia me inculcó desde pequeño la importancia de la educación y el trabajo. Mi padre, Pedro Fernández Solano, era carpintero de profesión, aunque contaba con algunos inmuebles y tierras de labor que le permitieron el crédito suficiente para sufragar mis estudios, algo que no estaba al alcance de la mayoría de familias de nuestro entorno.
Mis propias inquietudes y el interés por crecer en ambientes más cosmopolitas, que me permitiesen acercarme a las corrientes culturales y científicas de la época, me llevaron con 16 años a Sevilla. Allí me gradué como Bachiller en Artes en 1762, y dos años después en Medicina. Durante ese tiempo, combiné mis estudios con el aprendizaje de las matemáticas y la geometría de la mano de un artesano hispalense. En 1763 me trasladé a Cádiz, para estudiar en el Real Colegio de Cirugía, una disciplina considerada menor, pero que me permitió interesarme por el ejercicio clínico, así como por la investigación en anatomía, fisiología y física aplicada al cuerpo humano.
Las dificultades en España eran muchas: la circulación de libros de autores extranjeros estaba vigilada, y obras de Newton, Galileo o Descartes llegaban con retraso o censuradas. Además, las universidades españolas seguían muy centradas en el aristotelismo escolástico, poco abiertas al método experimental. Por ello, en poco tiempo descubrí que la mejor manera de progresar era poner la vista fuera de nuestras fronteras y entrar en contacto con instituciones científicas europeas.
- ¿De dónde proviene su apodo, el Sabio Andaluz?
- Me da un poco de rubor ser considerado “sabio”, si bien es cierto que siempre fui un buen estudiante. Sin haber concluido mi formación en Cádiz, ya me habían ofrecido un puesto como maestro interino en Física Experimental y Geometría, licenciándome en Medicina, y obteniendo posteriormente en Sevilla el grado de Doctor. En 1787, di el salto a Madrid, donde me integré en el claustro del Real Colegio de Cirugía de San Carlos, promovido por el rey Carlos III; ocupando la Cátedra de Física Experimental (llegué a cobrar en este puesto 13.600 reales, que contrastan con los 2.000 del salario de cualquier catedrático de Física; lo que denota la importancia del cargo).
Discúlpenme si parezco estar eludiendo la pregunta, pero solo intento justificar que fui alguien con inquietudes, y se que ve que mi buen hacer pareció granjearme una popularidad considerable. El apelativo de sabio surgió a raíz de mis numerosos contactos con centros de investigación en Francia e Inglaterra, donde llamaba la atención que un andaluz se integrara en academias científicas y publicara artículos en revistas extranjeras. Era un modo de identificarme rápidamente y de subrayar que no procedía de Madrid ni de una gran capital universitaria, sino de Montilla. El nombre circuló después en España, especialmente a partir de la correspondencia que mantuve con científicos de la Real Academia de Medicina y con profesores de Cádiz y Madrid. En parte se usaba con admiración, pero también con una buena dosis de sorpresa, atendiendo a mis orígenes.
- ¿Qué le aportaron sus viajes por lugares como París y Londres y sus encuentros con destacados científicos de la época?
- Me aportaron muchísimo. En París residí durante varios años y asistí a sesiones de la Academia de Ciencias, donde se debatían los últimos avances en mecánica, astronomía y química. Allí pude consultar bibliotecas bien surtidas y acceder a ediciones originales de Newton, Boerhaave o Sydenham.
Teniendo en cuenta que desde el Real Colegio de San Carlos se me encomendó planificar y elaborar el programa educativo, como construir todo el material y utillaje necesario para impartir la materia de Física Experimental, lo que requería enormes cantidades de información que difícilmente encontraría buscando por los rincones de nuestro país, me vi obligado a salir al extranjero a través de becas y estancias promovidas por el aperturismo intelectual de los Borbones. Expediciones científicas, sufragadas por la corona, que resultaron tremendamente fructíferas.
Hay quien dice que también viajé a Londres; pero, si bien mantuve un contacto directo con la Royal Society londinense respecto al manejo de instrumental técnico, me fue imposible formar parte de la expedición que teníamos organizada para compartir conocimientos con nuestros colegas británicos. Mis numerosos achaques de salud me apartaron en el último momento de la misma, y me recluyeron varios meses en Montilla, hasta que me vi medianamente recuperado.
Mi débil salud acabaría obligándome poco después a solicitar una jubilación anticipada, pues la fragilidad de mi cuerpo, que contrastaba con mi lucidez intelectual, me ponía demasiados palos en las ruedas, impidiéndome desarrollar mi trabajo de forma satisfactoria.
- Con la perspectiva que da el tiempo, ¿cómo vivió aquellos tiempos tan relevantes de la Ilustración?
- La Ilustración fue una época de transformación, pero mientras en París o Londres las ideas ilustradas impregnaban la vida pública, en España costaba mucho que se aceptaran.
Con todo, hubo reformas notables: la creación de las Sociedades Económicas de Amigos del País, las academias científicas, la labor de los botánicos y médicos que participaron en expediciones reales… Yo tuve la suerte de disfrutar en primera persona de ese ambiente, aunque siempre consciente de que nuestras capacidades y posibilidades investigadoras se veían lastradas respecto a las de nuestros colegas europeos.
- ¿Se siente más médico, físico o matemático?
- Mi formación básica y mi profesión principal fue la de médico. En Sevilla trabajé en hospitales donde trataba de introducir prácticas más modernas, basadas en la observación clínica y en la anatomía experimental. Al mismo tiempo impartía lecciones privadas de matemáticas, porque estaba convencido de que ningún médico podía ser buen profesional sin conocimientos de cálculo y geometría.
Por eso, aunque soy médico de profesión, siempre me consideré un científico en el sentido amplio de la palabra.
- ¿Qué piensa hoy del impacto que sus contribuciones científicas han tenido?
- El impacto fue limitado en el corto plazo, porque España no disponía de una red editorial y académica tan potente como Francia. Muchos de mis escritos circularon en manuscritos o en ediciones extranjeras, y solo una parte llegó a imprimirse en Cádiz y Sevilla.
Mi principal aportación fue la introducción de métodos de observación clínica más rigurosos, la difusión de los principios de Newton en la física y el impulso de la matemática aplicada a la medicina. Mis conferencias y correspondencia sirvieron para formar a otros médicos jóvenes que después siguieron esta línea.
En el ámbito europeo, mi nombre apareció en repertorios científicos de la época, lo cual demuestra que, aunque español y andaluz, logré insertarme en la red ilustrada continental.
- ¿Qué mensaje daría a los jóvenes con vocación científica?
- Les diría que aprovechen las oportunidades que yo no tuve. Hoy es posible acceder a libros, laboratorios y contactos internacionales con facilidad. En mi tiempo, había que viajar a pie o en barco durante semanas para consultar un tratado o para conocer a un colega.
La ciencia requiere constancia y disciplina. Yo dediqué años enteros al estudio y pasé largas noches en hospitales de Sevilla, Cádiz, Córdoba o Madrid observando casos clínicos. Esa dedicación sigue siendo imprescindible.
También les diría que no olviden el compromiso social. En la Ilustración pensábamos que la ciencia debía servir para mejorar la vida de las personas, no solo para satisfacer la curiosidad de unos pocos. Ese principio sigue teniendo la misma importancia y validez hoy día.
- ¿Qué siente al saber que Montilla ha dedicado una calle a su nombre?
- Me parece un reconocimiento entrañable. No todos los científicos logran ser recordados en su tierra natal, y menos aún en forma de una calle por la que pasa la gente cada día. Que Montilla lo haya hecho significa que, pese al paso del tiempo, mi memoria ha perdurado; y, sobre todo, me parece una puesta en valor de la ciencia más que de mi propia persona.
- Para finalizar, ¿cómo le gustaría ser recordado?
- Como un médico y científico ilustrado que no se conformó con las limitaciones de su tiempo. Quise aprender fuera y traer a España lo mejor de la ciencia europea. Trabajé en hospitales de Andalucía, di clases de medicina y matemáticas, y publiqué en revistas que me dieron proyección internacional. No aspiro a que me consideren un genio, sino alguien que abrió camino. Si mi nombre sirve para que los jóvenes comprendan que Andalucía también aportó hombres de ciencia a la Europa de la Ilustración, ese sería el mejor recuerdo.
Comentarios