Gibraltar, por Paco Vílchez

Nunca se escondió, la naturaleza ya le dio, hace mucho tiempo, un  maravilloso  esplendor. Cuentan que Hércules fraguó aquí sus columnas pensando en ella. Y ella ha sabido responder desde tiempos ancestrales manteniéndose bien erguida, e incluso a veces mirando de forma insultante a sus alrededores. Como a ese mar que ante su grandeza se parte en dos, otorgando una especie de sacrificio ante la diosa Gibraltar. El Mediterráneo y el Atlántico se muestran así agradecidos por haberlos parido cuando aún todo era una inmensa mancha de tierra.
Pero eso fue hace muchos años, muchísimos, tantos que Gibraltar se ha transformado de forma camaleónica en lo que le ha venido en gana. Así lo hizo tras la conquista romana, luego visigoda, más tarde árabe, y ahora en estos tiempos modernos se deja querer por latinos y británicos casi de la misma manera. Respondiendo con personalidad propia, con poderío, a esos impulsos egoístas de todas las civilizaciones por igual de poseerla de forma obsesiva.
Y es que su lugar en el mundo es privilegiado. Así como su silueta rocosa bañada por la mar, despidiendo a una rancia Europa y tocando con la punta de sus dedos a una fatigada África. Mirando atentamente de reojo a las Islas Británicas y sabiéndose embelesar a sí misma con arquitectura inglesa, pero a la vez manejándose en un mejunje lingüístico entre el inglés y el español salpimentado con un acento andaluz que va más allá de lo puramente cultural, adentrándose en lo más genuino. Trucos de alcoba para salir bien parada ante ambos conquistadores.
Gibraltar, como buena madre, también aprendió a sufrir y esconder sus cicatrices para lucir más bella, para mostrar siempre su cara más amable. Cada asedio fue marcándola y transformándola, y a cada uno de ellos intentó responder con belleza y misterio. El castillo, la zona fortificada, los kilómetros de túneles que reventaron sus entrañas…
Gibraltar sonríe con humor casi negro británico y con la alegría y la luz de estas tierras del sur. Metamorfosis y transformismo en estado puro, casi surrealismo.
Tanto como ese aeropuerto en plena calle que corta el tráfico de autos y viandantes de la forma más cotidiana, cada vez que aterriza o despega un avión. O tanto como las pandillas de macacos que acechan e intimidan a los viajeros que quieren disfrutar aún más de Gibraltar subiendo a lo alto del peñón para poder divisar y contemplar paisajes solo para privilegiados. 
Por ello y por mucho más habría que ir a Gibraltar, a pesar de que no acabé muy convencido y con la sensación de haber perdido el tiempo y dinero, creo que hice lo correcto.
Y es que Gibraltar posee una atracción especial, tanto que ahora que la conozco no volvería a visitarla. Menos mal que ya me lo he quitado de en medio…

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