Estampas, por Ofelia Ara

UNA
Veo cómo subes todas las mañanas, detrás de tu hermana, que aún necesita ir de la mano de tu madre, recién peinado, mirando al suelo, con el peso del saber en tu mochila, demasiados kilos colgando de tu espalda, las manos metidas en los bolsillos y el paso acomodado a tus acompañantes. Arrastras un poco los pies y balanceas el cuerpo al ritmo de los pasos, como si cada vaivén te diera el impulso que te falta para continuar. Noto en ti el agobio cada mañana y me apena que tan joven estés ya abrumado por la responsabilidad, sin merecerlo. No sabes en qué momento cambiaron las cosas y empezaste a tener que cumplir con las exigencias ajenas, que ya son propias, que dijeron que eran por tu bien, pero tú aún no lo tienes claro. Todavía no tienes tanta curiosidad por el mundo adulto, no acaba de gustarte lo que intuyes, y ya sientes el tremendo peso del deber, la angustia en la boca del estómago, el deseo de huir. Lo peor de todo es que también sabes que no podrás hacerlo, que eres cobarde, que no soportarías defraudar a los demás. Me pregunto quién te habrá convencido de eso.

DOS
Desde que llegó el invierno no he vuelto a verlo. Me inquieta pensar qué habrá sido de él, puede que ese aspecto frágil y destartalado se corresponda con una mala salud, aunque nunca parecía tener frío, en camisa la mayoría de las veces, muy abierta y mal colocada, dejando entrever una piel enrojecida.
Nos cruzábamos todos los días después de comer, él iba paseando, unos metros por delante de sus padres, como si no fuera con ellos pero, a la vez, consciente de su presencia y movimientos. Yo procuraba pasar a su lado con suavidad, pues parecía que le atemorizaba la presencia de extraños, volviendo la cara hacia el lado contrario en el que yo estaba, como si quisiera que me quedara claro que no tenía nada que decirme. 
Hubo un día en que lamenté no poder fotografiarlo. Se hallaba al lado de sus padres, que charlaban distendidamente con otra pareja. Ajenos a la conversación, estaban él y un niño algo más pequeño. Tenía en sus manos un perro menudo, y lo acercaba al otro niño con los brazos muy estirados, por encima de su cabeza, que tenía gacha, evitando la mirada como siempre. El niño, con una gran delicadeza, acariciaba con un solo dedo la cabeza del perro, sin moverse, sabedor, quizá de manera intuitiva, de las cualidades de su interlocutor. Fui consciente de la hermosura de la comunicación.

TRES
Siempre he sido una persona apacible. Mi madre decía que, de todos sus hijos, yo era la que le daba más tranquilidad, con la media sonrisa en la cara y mis movimientos calmos. Yo creo que Bialowieza, nuestro pueblo, forjó este carácter pausado. El bosque que lo rodea siempre es así. Sus fresnos, tilos, robles, crecen tan despacio y desde hace tanto tiempo, que nadie es consciente de que lo hacen. Más de quinientos años llevan aquí, tanto que, para nosotros, el tiempo es algo relativo. Lo jovenzuelo no está muy bien considerado.
Por eso me marché. No tuve la paciencia necesaria para alcanzar un estatus aceptable. Era demasiado joven para ello y el tiempo pasaba entonces tan despacio...
¿Me preguntas qué hago en un pueblo del sur de España? Ya tienes parte de la respuesta. Llegué aquí atraída por la idea de que era un país católico, como lo es el mío. Pensé que seríamos iguales y nos entenderíamos mejor, pero encontré un país de apariencia católica, al que le gustaban los fastos religiosos, pero siempre ocasionales. Fue una gran decepción.
Y decidí quedarme, había tanto por hacer. La casa que ves la construí con mis propias manos. Todas las mañanas acudía a ella, la abría, acondicionaba y preparaba las clases. Quiero enseñar el camino de la verdad. Al principio me miraban con cierta sorna cortés y, a mis espaldas, hablaban de mí como la iluminada. Pero mi lento envejecimiento consiguió llamar la atención y mi toque arbóreo les pareció exótico y un tanto envidiable. Poco a poco vinieron a verme, a comentar sus cuitas y a escucharme. Por fin he alcanzado un estatus valioso. Después de doscientos años, ya era hora.

FIN

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