Nuestra llegada al mundo viene acompañada de la asunción de una serie de patrones de comportamiento que secundamos hasta que, por convicción o en última instancia por conveniencia, nos los comenzamos a plantear.
Desde el inicio de los tiempos, la humanidad ha interiorizado profundamente el concepto dual del bien y el mal. De esta forma, hemos practicado consciente e inconscientemente el arte de prejuzgar, juzgar y etiquetar a todos y cada uno de nuestros semejantes, ya sea prójimo o ajeno, nos sea más conocido o menos. Y aunque parezca mentira, con todo lo que ha llovido, en ese lapso aún estamos.
Juzgar o prejuzgar es algo contra lo que guerreo a menudo. Seguramente este artículo es un nuevo intento bélico, y aunque el pelear me solivianta el ánimo, necesito involucrarme porque siento, “amigo Sancho, que cambiar el mundo es de justicia” y obligación de todos, ya que en este asunto del entendimiento con los demás, nos lo jugamos todo.
Así, personalmente pienso que nuestra habitual forma de proceder no es para nada justa. Tú, yo y el resto de la humanidad somos algo más complejo que una apariencia, un estatus o unas determinadas acciones o reacciones puntuales. Y es triste ver que sólo en base a eso decidimos dónde alojamos a cada una de las personas que tratamos: en el saco de los buenos o los malos según “nuestra justicia”.
Seguramente, esta costumbre de dictar sentencia a la ligera sea más visceral que racional, porque si sujetamos ese proceder y practicamos el raciocinio, ese simplismo del bien y el mal desaparece y saca a la luz la compleja realidad.
En cada uno de nosotros hay un mundo lleno de circunstancias (gracias señor Ortega y Gasset), y estas explican todas y cada una de nuestras actitudes. Familia, amigos, trabajo, situación económica, ilusiones, frustraciones, complejos…Factores que unas veces se ven y otras no. Y ahí se decide la partida, en lo que no vemos de los otros.
Lo crítico de todo esto es que esas circunstancias que nos condicionan son opacas para los demás y nos hacen no ver (y en consecuencia no entender) la realidad y los comportamientos de los demás.
Dice el proverbio que, antes de juzgar a nadie, deberíamos caminar un buen trecho con sus botas puestas; pues hagámoslo.
Seguramente si nos las calzamos, una vez sufridas sus rozaduras por el caminar, moldeado nuestro transitar por sus suelas, agotados nuestros músculos por su peso, entenderemos cómo los demás no son ni héroes ni villanos, ni santos ni criminales, simplemente seres humanos que tratan de buscar un poco de luz, un poco de vida a través del azaroso camino que nos ha tocado vivir.
Hagamos todo esto, amigos, porque no hay nada más hermoso que empatizar, ponerse en lugar del otro y entrar en sintonía. La vida es, en gran medida, cuestión de sintonía.
Pequeños momentos que se hacen enormes al hacerlos en sintonía: cuando todos cantamos un gol, cuando coreamos una canción, el día que rezamos todos a la vez o cuando simplemente nos reímos por lo mismo…
Cuando bailamos acompasados, cuando andamos juntos, cuando dos manos se unen y pasean como una sola…
Cosas pequeñas que nos hacen sentir grandes por hacerlo con los demás. Recuerda el día que pedimos lo mismo para comer, cuando hicimos el tonto a la vez, cuando me dio por pensar lo mismo que a ti…eso me hizo feliz”.
Hoy me aplico el cuento, volveré a hacerlo, empezaré a sintonizar conmigo mismo, para mañana sintonizar contigo.
Desde el inicio de los tiempos, la humanidad ha interiorizado profundamente el concepto dual del bien y el mal. De esta forma, hemos practicado consciente e inconscientemente el arte de prejuzgar, juzgar y etiquetar a todos y cada uno de nuestros semejantes, ya sea prójimo o ajeno, nos sea más conocido o menos. Y aunque parezca mentira, con todo lo que ha llovido, en ese lapso aún estamos.
Juzgar o prejuzgar es algo contra lo que guerreo a menudo. Seguramente este artículo es un nuevo intento bélico, y aunque el pelear me solivianta el ánimo, necesito involucrarme porque siento, “amigo Sancho, que cambiar el mundo es de justicia” y obligación de todos, ya que en este asunto del entendimiento con los demás, nos lo jugamos todo.
Así, personalmente pienso que nuestra habitual forma de proceder no es para nada justa. Tú, yo y el resto de la humanidad somos algo más complejo que una apariencia, un estatus o unas determinadas acciones o reacciones puntuales. Y es triste ver que sólo en base a eso decidimos dónde alojamos a cada una de las personas que tratamos: en el saco de los buenos o los malos según “nuestra justicia”.
Seguramente, esta costumbre de dictar sentencia a la ligera sea más visceral que racional, porque si sujetamos ese proceder y practicamos el raciocinio, ese simplismo del bien y el mal desaparece y saca a la luz la compleja realidad.
En cada uno de nosotros hay un mundo lleno de circunstancias (gracias señor Ortega y Gasset), y estas explican todas y cada una de nuestras actitudes. Familia, amigos, trabajo, situación económica, ilusiones, frustraciones, complejos…Factores que unas veces se ven y otras no. Y ahí se decide la partida, en lo que no vemos de los otros.
Lo crítico de todo esto es que esas circunstancias que nos condicionan son opacas para los demás y nos hacen no ver (y en consecuencia no entender) la realidad y los comportamientos de los demás.
Dice el proverbio que, antes de juzgar a nadie, deberíamos caminar un buen trecho con sus botas puestas; pues hagámoslo.
Seguramente si nos las calzamos, una vez sufridas sus rozaduras por el caminar, moldeado nuestro transitar por sus suelas, agotados nuestros músculos por su peso, entenderemos cómo los demás no son ni héroes ni villanos, ni santos ni criminales, simplemente seres humanos que tratan de buscar un poco de luz, un poco de vida a través del azaroso camino que nos ha tocado vivir.
Hagamos todo esto, amigos, porque no hay nada más hermoso que empatizar, ponerse en lugar del otro y entrar en sintonía. La vida es, en gran medida, cuestión de sintonía.
Pequeños momentos que se hacen enormes al hacerlos en sintonía: cuando todos cantamos un gol, cuando coreamos una canción, el día que rezamos todos a la vez o cuando simplemente nos reímos por lo mismo…
Cuando bailamos acompasados, cuando andamos juntos, cuando dos manos se unen y pasean como una sola…
Cosas pequeñas que nos hacen sentir grandes por hacerlo con los demás. Recuerda el día que pedimos lo mismo para comer, cuando hicimos el tonto a la vez, cuando me dio por pensar lo mismo que a ti…eso me hizo feliz”.
Hoy me aplico el cuento, volveré a hacerlo, empezaré a sintonizar conmigo mismo, para mañana sintonizar contigo.
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