Me alegro que aún no haya aparecido una mente preclara, brillante y política que le haya impuesto un horario a la playa y al mar, porque todo horario es un proceso privatizador. El hecho de que podamos ir a la playa dentro de las 24 horas que le hemos impuesto al día nos da una libertad absoluta de estar, entrar y salir a nuestra voluntad. Esta libertad, en las playas, es llena a primeras horas de la mañana, cuando el sol da sus primeros bostezos madrugadores; a esas horas en las que mis compañeros de playa pueden ser una pareja soñando o descansando su amor, o algunos solitarios confesándose en sus sueños de alcohol.
La playa, siendo totalmente opuesta al mar, le debe su existencia a éste. El mar es quien modela, con sus cambios de carácter, las playas; las crea a su antojo, dándoles o quitándoles cuerpo como un escultor creando su obra, que coloca arcilla o la quita como en el juego adivinatorio de la margarita.
Además del mar, el hombre también tiene poder para darle a las playas un cierto carácter. Cuando la naturaleza, en un arrebato propio y salvaje, hiere la playa, el hombre, con más acierto o menos, intenta arreglarla y acondicionarla a pesar de que la naturaleza, tan avizora como se encuentra siempre, tendrá su arrebato para abrir esa herida.
Por último, otros elementos que modifican la virginidad de las playas son los playeros con su equipaje de neveras, sombrillas, sillas, voces y cuerpos. La playa se convierte en un atiborrado mercadillo de vendedores sin mercancía que vender, a excepción de esos malogrados seres de piel y país. Menos la mercancía, en las playas se dan las condiciones de un mercado: aglomeraciones, palabras altisonantes, carreras sin metas, desórdenes en la conquista del espacio y ese sol que durante siglos ha dejado su sello en la piel de los jornaleros, y que se convierte en muchas horas del día en el infernillo de la piel de los playeros.
Si al campo aún no se le han puesto puertas, todas las playas tienen su puerta: el mar. Por esta puerta se entra y se sale de la playa. Uniendo todos estos elementos en una coctelera, quizás sea esta la causa de que darse un baño en el mar sea tan agradable, placentero y relajante. Sin que nos demos cuenta, meternos en el mar, más que refrescarnos, nos sirve para tomar un poco de aire.
Por todo lo dicho, y como antes comenté, a mí la playa me gusta a primera hora, en la que los puntos cardinales se ven en su plena libertad; a esa hora a la que el sol, adolescente y tímido, se puede intimar con él; cuando el fresco mañanero me besa la piel y es ese momento en el que, a pesar de estar solo, nunca falta una tertulia con mi pensamiento, alternándolo con las palabras de un libro, y cuando descanso de la lectura y levanto la vista, el mar me invita a tener una conversación con él.
Creo que mi “Codi”, con su vista perdida en el horizonte, tiene mi mismo pensamiento.
La playa, siendo totalmente opuesta al mar, le debe su existencia a éste. El mar es quien modela, con sus cambios de carácter, las playas; las crea a su antojo, dándoles o quitándoles cuerpo como un escultor creando su obra, que coloca arcilla o la quita como en el juego adivinatorio de la margarita.
Además del mar, el hombre también tiene poder para darle a las playas un cierto carácter. Cuando la naturaleza, en un arrebato propio y salvaje, hiere la playa, el hombre, con más acierto o menos, intenta arreglarla y acondicionarla a pesar de que la naturaleza, tan avizora como se encuentra siempre, tendrá su arrebato para abrir esa herida.
Por último, otros elementos que modifican la virginidad de las playas son los playeros con su equipaje de neveras, sombrillas, sillas, voces y cuerpos. La playa se convierte en un atiborrado mercadillo de vendedores sin mercancía que vender, a excepción de esos malogrados seres de piel y país. Menos la mercancía, en las playas se dan las condiciones de un mercado: aglomeraciones, palabras altisonantes, carreras sin metas, desórdenes en la conquista del espacio y ese sol que durante siglos ha dejado su sello en la piel de los jornaleros, y que se convierte en muchas horas del día en el infernillo de la piel de los playeros.
Si al campo aún no se le han puesto puertas, todas las playas tienen su puerta: el mar. Por esta puerta se entra y se sale de la playa. Uniendo todos estos elementos en una coctelera, quizás sea esta la causa de que darse un baño en el mar sea tan agradable, placentero y relajante. Sin que nos demos cuenta, meternos en el mar, más que refrescarnos, nos sirve para tomar un poco de aire.
Por todo lo dicho, y como antes comenté, a mí la playa me gusta a primera hora, en la que los puntos cardinales se ven en su plena libertad; a esa hora a la que el sol, adolescente y tímido, se puede intimar con él; cuando el fresco mañanero me besa la piel y es ese momento en el que, a pesar de estar solo, nunca falta una tertulia con mi pensamiento, alternándolo con las palabras de un libro, y cuando descanso de la lectura y levanto la vista, el mar me invita a tener una conversación con él.
Creo que mi “Codi”, con su vista perdida en el horizonte, tiene mi mismo pensamiento.
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