Zaanse Schans es la hermana pequeña de Zaandam e hija de Zaanastad. Una chica joven con nombre y solo un apellido, como se estila por esas tierras del Norte de Europa. Nombre y apellido que cuesta pronunciar y que hace pensar en un estilo diferente de chica, particular y lleno de encanto. Bien escondida entre campos salpicados de verdes cultivos y canales, espera coqueta la visita del viajero que al reclamo de sus bellos molinos no dejan de cortejarla.
Como chica presumida, que lo es, juega con sus perfumes, crema de avellana para las épocas estivales y brisas con olor a hierba fresca en invierno, para sorprender al viajero que aproximándose a sus curvas por el puente levadizo sobre el Rio Zaan percibe los centenarios molinos. El de las especias, los del aserradero, el de la pintura o los aceiteros son la muestra de que, aunque joven, Zaanse Schans guarda el regusto de las viejas costumbres holandesas, esas que se remontan a los años en que la zona fue el primer eslabón de la Holanda industrial. O más lejos aún, cuando sirvió de fortificación defensiva ante los ataques españoles siglos atrás.
Pero no solo de molinos luce palmito la joven Zaanse. Todo un placer supone trapichear por sus callecitas, puentes y canales, descubriendo otras pequeñas joyas como la tiendecita de zuecos, la coqueta quesería, el museo y sobre todo la fábrica de chocolates y galletas. Un lugar casi sacado de las fábulas más melosas del escritor Roal Dahl. Y para digerir tantas emociones, el amante viajero puede hacer una paradita en su recorrido por el pequeño pueblo museo en la cafetería donde tomar un té y unas pastas típicas del lugar.
Quizás por ello, la chica sabe manejarse entre ambas épocas, creando una atmosfera que sumerge al visitante entre lo real y lo imaginario. Sin saber muy bien si la chica es una muñeca de porcelana o una mujer de carne y hueso.
Y es que Zaanse Schans despista. Y despista tanto que incluso cuando el viajero descubre la realidad, prefiere vivir en el engaño a resignarse.
Como chica presumida, que lo es, juega con sus perfumes, crema de avellana para las épocas estivales y brisas con olor a hierba fresca en invierno, para sorprender al viajero que aproximándose a sus curvas por el puente levadizo sobre el Rio Zaan percibe los centenarios molinos. El de las especias, los del aserradero, el de la pintura o los aceiteros son la muestra de que, aunque joven, Zaanse Schans guarda el regusto de las viejas costumbres holandesas, esas que se remontan a los años en que la zona fue el primer eslabón de la Holanda industrial. O más lejos aún, cuando sirvió de fortificación defensiva ante los ataques españoles siglos atrás.
Pero no solo de molinos luce palmito la joven Zaanse. Todo un placer supone trapichear por sus callecitas, puentes y canales, descubriendo otras pequeñas joyas como la tiendecita de zuecos, la coqueta quesería, el museo y sobre todo la fábrica de chocolates y galletas. Un lugar casi sacado de las fábulas más melosas del escritor Roal Dahl. Y para digerir tantas emociones, el amante viajero puede hacer una paradita en su recorrido por el pequeño pueblo museo en la cafetería donde tomar un té y unas pastas típicas del lugar.
Quizás por ello, la chica sabe manejarse entre ambas épocas, creando una atmosfera que sumerge al visitante entre lo real y lo imaginario. Sin saber muy bien si la chica es una muñeca de porcelana o una mujer de carne y hueso.
Y es que Zaanse Schans despista. Y despista tanto que incluso cuando el viajero descubre la realidad, prefiere vivir en el engaño a resignarse.
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