El ritual del libro, por Rafael Reyes

Libros. Desde las baldas de las estanterías, sobre una mesita de noche apilados, encaramados a la cisterna del inodoro, sugerentes, seductores, sabiéndome lector convulso, como cantos de sirena me reclaman sus títulos. Y así comienza el ritual del libro. Lento, muy lento, como en un juego de amor prohibido, con la yema de mi índice voy acariciando las sutiles curvas de sus lomos. A veces, inopinadamente, me detengo. Me parece incluso percibir un ligero temblor en el que se cree el escogido. Pero luego continúo. Decidido, casi cruel, continúo mi recorrido. De repente, sin previo aviso, engarfio el dedo y tiro de uno. Un libro de poemas, el alma al desnudo. Sobre la solapilla la foto de un autor desconocido, de breve y humilde currículo. Empiezo a pasar hojas, una tras otra, recreándome en el tacto del papel como un licántropo en el plenilunio. En una página cualquiera leo quejas de amor reñido:
Me buscas, te escondes.
Insistes, que ceda.
sincera me embaucas.
Señales de humo,
mensajes cifrados.

Me convence, pero sigo. Hoy no seré presa fácil. Nunca venderse al primer postor, amigo. Lo coloco en su sitio, abriendo el hueco que, desahogados, ya casi ocupan sus vecinos, y sigo. Atento a todo indicio, sigo. Ahora me alejo un poco, busco una visión de conjunto. Así, alineados, como formados para el combate, mis libros deslumbran por su colorido. En los anaqueles, la paleta de un pintor maldito. Un jardín asilvestrado y florido. Un tapiz tornasolado de imposibles cromatismos.
Retomando el rumbo, recobrando el norte, me sumerjo de nuevo en el inmenso mar de mis inciertas cuitas. Descartado lo sublime, considero lo mundano. De la lírica a la vida. En la parte más alta, sobre toda la literatura, entre un libro de viajes y otro de astrología, me sorprende un recetario de cocina. Siempre me gustó lo que todos tienen de manual de alquimia. Magia culinaria; en vez de chisteras, marmitas. Meto alubias, chorizo y verdura, y saco un potaje que se pega a la cintura. Alfabéticamente ordenados, junto al número de la página en que figuran, contundentes o sofisticados, desfilan en el sumario cientos de platos para mi gula. Me prometo pantagruélicos festines. Ya crepitan los fogones de mi hornilla. Ya me veo con mandil, paleta en mano y paño en la cintura. Pero… ¿qué dirán mi madre y las visitas? No es lectura para un hombre de cultura. Mejor cambio de tercio. Ya habrá tiempo para guisos y frituras.
Un poco más abajo, un viejo libro de relatos sobresale y tímido me saluda. Descuadernado en fascículos, sus hojas amarillean ya de puro antiguo. Será heredado, sin duda. Miro en la primera, esa que llaman de cortesía. Ni dedicatorias ni rúbricas. Una cinta encarnada me señala un cuento costumbrista. Por título, en versales y a la vez cursiva, LA PARSIMONIA. En un salón, sentada a la mesa camilla, una abuela teje punto mientras su marido ordena las medicinas; al fondo el televisor mancha de noticias que ya no entienden ni les interesan el día. Una página después, a breves pinceladas desgranada, esta historia sin historia se acaba inconclusa. Siento, en un mismo instante, el placer de lo perecedero, de los finales abiertos, de cuando no ocurre nada, de cuando todo es intrascendente y simple.

¿Y qué me dicen del teatro? Un buena tragedia, de autor renombrado y solemne; una comedia de enredo, ligera y desenfadada; la irreverencia del sainete; la ejemplaridad de los beatíficos autos. Pero no es momento. Con estos textos suelo yo ensayar una suerte de recitado de grupo. Me reúno con amigos. Preferentemente una tarde de lluvia. Nos servimos unas copas, repartimos los papeles y, sin previo aviso, comienza nuestra temeraria función de estudio. Al principio sólo son falsetes; luego nos animamos. Ya imbuidos de la trama, terminamos levantados. Deambulamos por la sala y, con posturas y gestos, escenificamos los diálogos, engalanamos las peroratas. Déjenme de películas. Esto sí que es vivir la literatura.
De obligado cumplimiento, parada y fonda en el compendio del saber y el universo, mi diccionario enciclopédico ilustrado. En un rincón en penumbra, relegado por el pujante ingenio del progreso, resistiendo dignamente al tiempo, acumula en sus cumbres un polvo blanco que le da aires vetustos y solemnes. Fascinado por su inventario de banderas y sus catálogos de razas, con él desperté a la lectura. Allí descubrí el latín de las nomenclaturas. Allí aprendí a diferenciar la fauna europea del exotismo de la africana. Allí pasé horas muertas frente a mapas de colores que luego estudiaría en tardes amargas y eternas. Allí me esperaban, llenos de promesas furtivas, mis primeros cuerpos de mujer desnuda.
Y, ya puestos como estamos, muy cerca y casi también olvidados, El Guerrero del Antifaz, El Jabato y El Capitán Trueno. En edición facsímil y completa sólo esforzados héroes nacionales. Por únicos poderes nobleza, arrojo, tesón y sobre todo gallardía, mucha gallardía. ¡Voto a bríos! A lomos de las quimeras de un niño, en vertiginosos lances y desiguales lides, otra vez me sueño apuesto, intrépido y aguerrido, servidor de dulces y hermosas doncellas, vengador de débiles y desvalidos, azote de desalmados, bribones y malandrines.

Como veo que divago, hago una apuesta segura. Contra el testero de la izquierda, en los libreros bajos, mi colección de narrativa. Negro sobre blanco la gran literatura nos salva de la rutina. ¡Cuántas novelas! Policíacas, históricas, realistas, góticas, fantásticas, de aventuras… Algunas tienen incluso una faja que acredita su excelencia y les confiere aureola de exitosa y muy leída. Otras un tejuelo que como infractor me delata. Me olvidé de devolverla, el de la biblioteca me mata. Para andar ligero sobre asuntos tan graves y definitivos, para zanjar de una vez la cuestión que me desazona y me urge, leo contraportadas. Reseñas y más reseñas resumen su contenido. Todas me guiñan, con todas me quedaba. De las clásicas a las de vanguardia unas y otras me entusiasman. Cuanto más ojeo, menos me decido.
¿Y si para salir del paso, solo por esta noche, recurro a una solución de compromiso? Si no leo un poco en la cama, no duermo tranquilo. Algo más trivial, al mismo tiempo breve y sencillo. Un librito de anécdotas históricas, en plan divulgativo. Quizás uno de etimologías, que son muy entretenidas. Podría ser también una biografía, una guía sobre perros, el catálogo de un museo, un tratado de autoayuda…
Extenuado, confuso, completamente ebrio, ante mis libros me doy por vencido. Como un amante promiscuo en un burdel insólito y surtido, como un jugador empedernido a las puertas de un refulgente casino, como un niño goloso frente a un kiosco de domingo, hoy tampoco tomo partido.
Libros. Desde los baldas de las estanterías, sobre una mesita de noche apilados, encaramados a la cisterna del inodoro, sugerentes, seductores, sabiéndome lector convulso, como cantos de sirena mañana me reclamarán de nuevo sus títulos. Y así comenzará una vez más el ritual del libro.

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