Como un tesoro, por Alba Delgado Núñez

Paseaba por Madrid. Hacía un día de categoría. De esos que el sol brilla en lo alto y la temperatura no es ni fresca, ni lo suficientemente fuerte como para darte mucha calor. De esos días en los que sólo te apetece pasear y perderte por los parques, sentarte bajo un árbol del parque de El Retiro y leer como si no hubiera mañana. Aquel día me encontré con una sorpresa: la feria del libro.
La gente paseaba por uno de los caminos más largos del parque, donde habían montado un montón de puestos. Visitaban unos y otros. Saludaban a algunos autores que andaban por allí, se hacían fotos y también se llevaban recuerdos. Adquiriendo tesoros. Porque para mí los libros son eso: tesoros. Una fuente donde nutrirse de historias, aprendizajes y sueños… Siempre he preferido un libro de los de toda la vida a uno electrónico. Me gusta ese olor que tienen al abrirlos por primera vez, y cómo se va transformando hasta hacerlo tan tuyo como que forma parte de ti. El papel tratado, la tinta… Se puede oler hasta la emoción, la incertidumbre, el deseo de nutrirse de alguna nueva historia. Mimetizarse con cada uno de los personajes y hacerlo tan real como la imaginación haga posible.
El olor a libros viejos es más particular. Huelen a recuerdo, a añoranza, a sabiduría añeja. Como los saberes refraneros de nuestros abuelos. ¡Cuánta razón tienen y qué poco caso les hacemos!
Me gusta llevar un libro bajo el brazo, me gusta ver cuáles llevan otras personas, conocer títulos nuevos, adivinar sus inquietudes, sus sombras… Me gusta sentir esa emoción de tenerlos por fin en las manos, de llevarlos a su nuevo hogar: mi casa. De empezarlos con cuidado y acabar con ellos, como si de una pasión desenfrenada se tratase, relamiéndolos hasta el final. Siguiendo las líneas con el dedo, mojarme la yema del índice y pasar página por la esquina inferior derecha. Sentir el tacto de su cuerpo, el volumen de su encanto, sus detalles. Su duende, su alma… Clavando el marcapáginas por el sitio exacto donde me quedé. Proclamando al mundo que ahí estoy yo y que esa historia es mía mientras dure. Y que al final se me quedará en el cielo de la boca ese sabor a despedida, como si nuestro mejor amigo se marchara para siempre.
Los libros. ¿Entienden ya por qué son un tesoro?
Me sumergí entre la gente y fui echando un vistazo a los puestos, así por encima, hasta que encontré el que buscaba: El amante Japonés, de Isabel Allende. Una vez más, me apetecía sentir esa espiritualidad, misticismo, erotismo, sexualidad… esos amores feroces, esas pasiones desenfrenadas, esas tristes distancias, esos destinos sin parangón que sólo ella suele describir.
Cuando lo tuve en mis manos me alejé, como el que se aleja del barullo con urgencia, mientras lleva encima algo que no quiere perder. Busqué un poco de sol y sombra bajo un árbol, en frente de unas ardillas que jugaban divertidas y tranquilas ante la gente. Puse algo en el césped para no mancharme el culo de tierra y me senté. Ahí comenzó una nueva aventura.

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