Sin bozal - Nacionalismos, por Leonor Rodríguez "La Camacha"

En mis tiempos corpóreos, allá por el siglo XVI, las gentes entendíamos de cristianos nuevos y viejos, de señores a quienes servir, de inquisidores a quienes temer y de reyes por quienes luchar en guerras en las que no distinguíamos ni credos, ni lenguas ni procedencias. Cada cual era del lugar en que había nacido, no había himnos ni banderas, solo canciones folclóricas y religiosas y estandartes militares. Existían reinos e imperios en los que personas de distintas lenguas, culturas, creencias y nacionalidades podían convivir, unas veces mejor que otras, como súbditos de un mismo rey o emperador.
Pasaron los siglos y las revoluciones burguesas crearon la idea de nación, egoísta, insolidaria, discriminadora, diferenciadora, al beneficio de sus intereses. Allí donde les conviniera creaban una, la inventaban si falta hiciera. Todo para y por nosotros; el nuevo pan y circo para entretener al populacho: somos los más mejores sobre la faz de la tierra, lo que otros poseen debería ser nuestro por ese motivo y por derecho divino y lo malo que nos pasa es culpa de quienes no somos nosotros. Conflicto, enfrentamiento, guerra y más guerra. Nuestros himnos y banderas nos protegen.
¿Tenemos un mismo origen, una tradición común? ¿Hablamos un mismo idioma? Pues somos una nación… o la creamos si no. ¡Qué más da! Con tal de que las gentes lo sientan con fervor y estén dispuestas a dar hasta la última gota de sangre por ella… Ya habrá quien la sepa dirigir y enfrentar… y sacar provecho de ello.
Los nacionalismos son unas de las mayores podredumbres que el ser humano ha inventado. En su nombre se han cometido los crímenes más atroces y se han declarado las guerras más sanguinarias; cientos de millones de personas han matado y muerto por su culpa y, lo peor de todo, siguen dispuestas a hacerlo.
Porque una de las características del concepto “nación” es su subjetividad: cualquier colectivo que se considere con una identidad común se lo apropia. Otra de sus características es su egoísmo y exclusivismo: no hay derecho de admisión ni intención de compartir. Tampoco les falta el afán expansionista y negacionista: ante cualquier atisbo de duda sobre un territorio o recurso, nos pertenece y lo exigiremos; no somos responsables de nada malo que nos haya ocurrido, ocurra u ocurriera, lo son otros que nos oprimen y lo que les pase por culpa nuestra bien merecido se lo tienen, ya reescribiremos la historia para que quede bien claro.
Así, aparecieron los nacionalismos que trataban de imponer la presunta identidad y tradición de una parte al resto del todo y los que porfiaban por afirmar su naturaleza propia, diferente e independiente sobre cualquier otra cosa. Por supuesto, perfectamente intercambiables según las circunstancias lo requieran puesto que, a fin de cuentas, lo único en verdad importante es mantener los privilegios de los prebostes de la pretendida nación. Si hay poder mayor que el suyo, se rebelarán; si lo es menor y se rebela, lo tratarán de someter.
En estas andamos en mi querida piel de toro por lo que veo en mis viajes no corpóreos al siglo XXI, jugando al viejo juego, el de entretener a las gentes con unas, grandes y libres frente a opresiones discriminadoras que obligan a la secesión para que, mientras tanto, los de siempre, los voceadores de unos y otros nacionalismos, sigan manejando sus hilos sin que nadie les eche cuentas.
¡Cuán poco hubieran durado estos nacionalistas con mi buen rey Felipe, el segundo! Bastante entretenido nos tenía él con sus conflictos religiosos y sucesorios.

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