El ojo blanco, por Ángel Márquez

Cada objeto posee una cualidad distintiva. Algunos objetos, la mayoría de ellos pequeños y medianos, desarrollan la cualidad innata de desaparecer. ¿Quién no ha acudido a alguno de estos interrogantes? ¿Dónde he puesto las llaves? ¿Dónde he dejado las gafas, y el bolígrafo que no lo veo? ¿Dónde habré dejado el móvil?... Dentro de esta categoría, algunos objetos tienen la capacidad de desaparecer delante de nuestros ojos y a un palmo de que nos “coman”. ¡Cuántas veces en una mesa habrá desaparecido un objeto sin levantarlo de la misma y sin que nosotros nos hayamos apartado de ella! ¿Dónde está el bolígrafo si yo no me he movido de aquí? ¿Dónde está el papel de hacienda? ¿Has visto el recibo de contribución que cumple hoy? Parece que desaparecen por arte de magia negra, y muchos de ellos, por arte de magia blanca, vuelven a aparecer, pero con su jueguecito el mal rato nos lo dan.
Son pocos los objetos pequeños y medianos que tienen la cualidad de permanecer junto a nosotros, incluso (y esto tiene mucho más mérito) sin hacerles caso y sin ser necesarios para ninguna actividad ni ningún tipo de uso.
En el comienzo de este último verano, cuando las temperaturas sacan de paseo a las personas y a muchas de ellas la llevan a los “campos”, cuando el ondulante espejo de las piscinas se encuentra limpio y virgen, en ese primer fin de semana que nos reunimos amigos y familiares a pasarlo lo mejor posible y llevarnos bien con nuestra amiga la calor, en mi campo nos reunimos y rodeamos en nuestros descansos, la mesa blanca y redonda que se encuentra al lado de la piscina, bajo la sombra de las hojas grandes y verdes de la morea. Esta mesa o más bien mesita por su tamaño, a pesar de no ser muy grande, soporta un variopinto conjunto de objetos: ceniceros, botellas, platos, vasos, gafas, trapos, libros,…
En esta mesa, junto a todos los objetos descritos, apareció un cristal incoloro de unas gafas de dueño con vista cansada. A ninguna de las gafas allí presentes les faltaba ninguno de sus cristales. A unos y otros les preguntábamos si alguien había perdido un cristal en sus gafas. No hubo resultado positivo. El cristal era huérfano de dueño y ojo. Por su tamaño no creo que su dueño fuese un ciclope.
El cristal volvió a la mesa junto a los otros objetos que le hacían compañía. Su cualidad camaleónica conseguía que se camuflara entre los distintos compañeros de mesa jugando al escondite con ellos.
A la hora de partir del campo cada uno recogía de la mesa sus cosas; los libros, las cartas, las labores de costura, los vasos sucios, las cáscaras de pipa, y como colofón de urbanidad se limpiaba la mesa. Al día siguiente y al siguiente y al otro, en pleno verano, se realizaban las mismas operaciones, y el cristal de nadie seguía en la mesa.
Pasaron muchos días, es decir algunas semanas, o sea dos meses y medio, y el cristal permanecía en su trono blanco y redondo. Algunas tardes en el descanso de la lectura lo miraba y lo tocaba. Me estaba familiarizando con este objeto sin dueño por los muchos días que me hacía compañía y que yo también le hacía a él. Fueron muchos los días que seguía inmóvil en su territorio, habiendo superado muchas tempestades de limpieza, muchas junglas de objetos, superando torrentes de vasos y botellas volcadas, y al día siguiente allí estaba victorioso y sólo y desde donde me miraba con su ojo vacío y olvidado.
El verano ya ha acabado y hace unos días, después de permanecer con nosotros dos meses y medio, no lo veo. Quizá sea un objeto de sangre fría y se haya ido a invernar sin decirle nada a nadie, y en su escondite esperará que las bajas temperaturas pasen para que llegado el nuevo verano, de nuevo, se sienta el rey de los objetos en su trono redondo y blanco.

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