Los recientes atentados de París, cuyas causas ni consecuencias quiero entrar a valorar, me han llevado a reflexionar acerca de uno de los sentimientos más abominables que puede albergar el ser humano junto con la envidia: el odio.
El poeta latino Catulo decía: «Odi et amo. Quare id faciam, fortasse requiris./Nescio, sed fieri sentio et excrucior» (Odio y amo. Quizás te preguntes por qué hago esto./No lo sé, pero siento que así ocurre y me torturo). Podría pensarse, efectivamente, que del amor al odio hay un paso, que van de la mano; pero dos sentimientos absolutamente opuestos jamás pueden estar tan próximos, no pueden coexistir. Lo único que tienen en común es su fuerza arrebatadora, su naturaleza inexplicable, su capacidad para hacernos perder el control y la razón, pues —aunque en direcciones contrarias— enajenan nuestra voluntad y pueden llegar a producirnos un sufrimiento atroz. Sí, no se ama si no se sufre, aunque solo sea por el temor a perder la persona amada.
El odio es algo más que la negación del amor. Es el resultado de una aversión consciente, a veces deliberada, hacia algo, o peor, hacia alguien a quien se le desea el mal que con tanto esfuerzo tratamos de eludir a diario. Es grave odiar a otras personas por sus diferencias políticas, religiosas, raciales o étnicas, culturales, lingüísticas, de orientación sexual, etc., pero es más grave, si cabe, aprovecharse de la ignorancia manifiesta de quienes ejecutan ese odio inspirado e insuflado por gerifaltes desde una posición de poder que les guarece. No solo es grave, es ruin, mezquino y cobarde.
Pero la mezquindad humana —de nuevo como la envidia— no conoce límites y hay quienes en lugar de ocuparse y preocuparse de los problemas propios demuestran más interés por los ajenos. El odio esconde, con toda probabilidad, una venganza convenida y, cuando se ejerce en nombre de un dios o de un supuesto derecho a la libertad, es cuando dicha venganza, ese dios y esa libertad quedan completamente deslegitimados.
Odiar, me temo, es inherente a la naturaleza humana, pero nos desvirtúa como seres racionales, nos devuelve nuestros instintos más primarios y nos aleja de cualquier fin, por digno que este fuera. Teofrasto, en el s. IV a. C., intuyó la relación, desmentida por la medicina moderna, entre los humores y el carácter de los individuos, según la cual el odio nace de un exceso de bilis amarilla frecuente en personas coléricas y viscerales.
Con independencia del origen humoral del odio y otros sentimientos, el odio es repudiable como repudiables son quienes lo profesan: el odio enmascara las múltiples virtudes, a menudo ocultas o latentes, del ser humano, que afloran en los momentos de especial necesidad, demostrando que la solidaridad, el altruismo y la generosidad se sobreponen con creces al fanatismo, la barbarie y la ingratitud que genera el odio. Es mayor el sufrimiento que rezuman quienes odian que el de los odiados, porque los primeros se afanan en procurarle el mal, pero los segundos tan solo viven.
El poeta latino Catulo decía: «Odi et amo. Quare id faciam, fortasse requiris./Nescio, sed fieri sentio et excrucior» (Odio y amo. Quizás te preguntes por qué hago esto./No lo sé, pero siento que así ocurre y me torturo). Podría pensarse, efectivamente, que del amor al odio hay un paso, que van de la mano; pero dos sentimientos absolutamente opuestos jamás pueden estar tan próximos, no pueden coexistir. Lo único que tienen en común es su fuerza arrebatadora, su naturaleza inexplicable, su capacidad para hacernos perder el control y la razón, pues —aunque en direcciones contrarias— enajenan nuestra voluntad y pueden llegar a producirnos un sufrimiento atroz. Sí, no se ama si no se sufre, aunque solo sea por el temor a perder la persona amada.
El odio es algo más que la negación del amor. Es el resultado de una aversión consciente, a veces deliberada, hacia algo, o peor, hacia alguien a quien se le desea el mal que con tanto esfuerzo tratamos de eludir a diario. Es grave odiar a otras personas por sus diferencias políticas, religiosas, raciales o étnicas, culturales, lingüísticas, de orientación sexual, etc., pero es más grave, si cabe, aprovecharse de la ignorancia manifiesta de quienes ejecutan ese odio inspirado e insuflado por gerifaltes desde una posición de poder que les guarece. No solo es grave, es ruin, mezquino y cobarde.
Pero la mezquindad humana —de nuevo como la envidia— no conoce límites y hay quienes en lugar de ocuparse y preocuparse de los problemas propios demuestran más interés por los ajenos. El odio esconde, con toda probabilidad, una venganza convenida y, cuando se ejerce en nombre de un dios o de un supuesto derecho a la libertad, es cuando dicha venganza, ese dios y esa libertad quedan completamente deslegitimados.
Odiar, me temo, es inherente a la naturaleza humana, pero nos desvirtúa como seres racionales, nos devuelve nuestros instintos más primarios y nos aleja de cualquier fin, por digno que este fuera. Teofrasto, en el s. IV a. C., intuyó la relación, desmentida por la medicina moderna, entre los humores y el carácter de los individuos, según la cual el odio nace de un exceso de bilis amarilla frecuente en personas coléricas y viscerales.
Con independencia del origen humoral del odio y otros sentimientos, el odio es repudiable como repudiables son quienes lo profesan: el odio enmascara las múltiples virtudes, a menudo ocultas o latentes, del ser humano, que afloran en los momentos de especial necesidad, demostrando que la solidaridad, el altruismo y la generosidad se sobreponen con creces al fanatismo, la barbarie y la ingratitud que genera el odio. Es mayor el sufrimiento que rezuman quienes odian que el de los odiados, porque los primeros se afanan en procurarle el mal, pero los segundos tan solo viven.
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