En la Saga Terminator James Cameron nos presentaba un futuro, hoy más cercano, 2029 en el que las máquinas se revelaban contra el hombre, al que obligaban a luchar por su mera supervivencia. Las dos primeras entregas de la saga son geniales. En total más de cuatro horas de diversión y adrenalina, cine en estado puro y supremo.
He disfrutado mucho con esas os películas, aunque nunca me entrarán en la cabeza dos conceptos: el primero es que se pueda viajar en el tiempo y el segundo es que las máquinas quisieran controlar la Tierra. Por mucho que a un friki informático se le vaya de las manos un programa de inteligencia artificial, ¿qué placer podría sentir en sus circuitos un montón de cables y microchips al contemplar la Tierra desde el espacio y decir “me pertenece”?
Sin embargo, ya comenzamos a ver cómo el enfrentamiento entre acero y piel toma forma en los conflictos del siglo XXI y las máquinas comienzan a tomar el control, por supuesto que no decidiendo dominar el mundo por sí solas, pero sí al servicio de una élite privilegiada que las usa para mantener su orden mundial. Las máquinas y la investigación son la clave para los retos a los que se enfrenta la humanidad: básicamente, conseguir energía, agua y alimentos para un mundo cada vez más superpoblado y contaminado. Pero las máquinas también pueden facilitar en una medida sin precedentes que unos pocos, cada vez menos, dominen al resto. Los ejércitos modernos no paran de reducirse, los soldados movilizados en cada guerra desde la Primera Guerra Mundial no ha hecho sino disminuir. Con la caída de la URSS ya no es necesario el mantenimiento de grandes ejércitos de reemplazo en el mundo Occidental para contener la “amenaza comunista”, y con el advenimiento del mundo global dominado por las leyes del mercado ya no hay más Dios que el beneficio, pasando los “recursos humanos” a un segundo y prescindible lugar. Atrás quedaron los tiempos en los que los políticos luchaban para contentar a una base social suficiente para contener a la URRS, procurándoles una vida lo suficientemente cómoda como para no sentirse atraídos por los cantos de sirena comunistas. Fruto de esta situación fue el New Deal de Roosevelt durante la Gran Depresión y el Plan Marshall, junto con la condonación de la deuda a la derrotada Alemania de la Segunda Guerra Mundial. Todas estas medidas tendentes a dar trabajo y mejorar la vida de la población más necesitada se tomaron con un ojo puesto en los “paraísos comunistas”.
En este mundo donde la tecnología avanza mucho más rápido que nuestra capacidad de raciocinio, la frustración ante la injusticia se canaliza de muy diversas formas: grandes masas de población con apenas acceso a la educación y olvidadas por el sistema quedan en manos de extremistas o simplemente mafiosos que se nutren de ellas para conseguir sus fines, del tipo que sean, empleándolas como carne de cañón.
Pongámonos por un momento en la piel de un joven palestino en un campo de refugiados, un marsellés de un barrio musulmán deprimido o un joven negro de una esquina de Baltimore. ¿Cuántas posibilidades tienen de no convertirse en terroristas, camellos, drogadictos o simples parados? ¿Cuántas de no empatizar con los traficantes y asesinos? ¿Cuántas de conseguir un trabajo y ser un ciudadano honrado? ¿Qué hace el sistema para ayudar a estos jóvenes? Empleamos ingentes cantidades de dinero en reprimirlos, matarlos o encarcelarlos cuando haría falta mucho menos para educarlos y curarlos.
Cada vez más gente nace fuera de nuestro privilegiado mundo, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras, y nuestro miedo nos lleva a adoptar una postura defensiva usando las máquinas para controlarlos. Esta es la Tercera Guerra Mundial, que tiene múltiples frentes: desde el dron pilotado vía satélite por un soldado en Washington que dispara un misil en Afganistán, pasando por el refugiado que huye de la guerra y acaba entre la espada y la pared de sofisticados muros fronterizos, hasta el niño detenido en un ruinoso barrio de Detroit por vender una papelina.
El mundo bipolar de la Guerra Fría condenó a una existencia gris a cientos de millones de personas detrás del telón de acero, pero en reacción el mundo occidental creó un sistema de seguridad social sin precedentes que nos ha dado lo más parecido a la justicia social conocido hasta ahora. La globalización actual con el abuso de las nuevas tecnologías por parte de una élite oligarca nos puede devolver a la época de las pirámides, aunque esta tecnología es un arma de doble filo e incluso para los mejores jugadores es difícil controlar todas las cartas del juego.
He disfrutado mucho con esas os películas, aunque nunca me entrarán en la cabeza dos conceptos: el primero es que se pueda viajar en el tiempo y el segundo es que las máquinas quisieran controlar la Tierra. Por mucho que a un friki informático se le vaya de las manos un programa de inteligencia artificial, ¿qué placer podría sentir en sus circuitos un montón de cables y microchips al contemplar la Tierra desde el espacio y decir “me pertenece”?
Sin embargo, ya comenzamos a ver cómo el enfrentamiento entre acero y piel toma forma en los conflictos del siglo XXI y las máquinas comienzan a tomar el control, por supuesto que no decidiendo dominar el mundo por sí solas, pero sí al servicio de una élite privilegiada que las usa para mantener su orden mundial. Las máquinas y la investigación son la clave para los retos a los que se enfrenta la humanidad: básicamente, conseguir energía, agua y alimentos para un mundo cada vez más superpoblado y contaminado. Pero las máquinas también pueden facilitar en una medida sin precedentes que unos pocos, cada vez menos, dominen al resto. Los ejércitos modernos no paran de reducirse, los soldados movilizados en cada guerra desde la Primera Guerra Mundial no ha hecho sino disminuir. Con la caída de la URSS ya no es necesario el mantenimiento de grandes ejércitos de reemplazo en el mundo Occidental para contener la “amenaza comunista”, y con el advenimiento del mundo global dominado por las leyes del mercado ya no hay más Dios que el beneficio, pasando los “recursos humanos” a un segundo y prescindible lugar. Atrás quedaron los tiempos en los que los políticos luchaban para contentar a una base social suficiente para contener a la URRS, procurándoles una vida lo suficientemente cómoda como para no sentirse atraídos por los cantos de sirena comunistas. Fruto de esta situación fue el New Deal de Roosevelt durante la Gran Depresión y el Plan Marshall, junto con la condonación de la deuda a la derrotada Alemania de la Segunda Guerra Mundial. Todas estas medidas tendentes a dar trabajo y mejorar la vida de la población más necesitada se tomaron con un ojo puesto en los “paraísos comunistas”.
En este mundo donde la tecnología avanza mucho más rápido que nuestra capacidad de raciocinio, la frustración ante la injusticia se canaliza de muy diversas formas: grandes masas de población con apenas acceso a la educación y olvidadas por el sistema quedan en manos de extremistas o simplemente mafiosos que se nutren de ellas para conseguir sus fines, del tipo que sean, empleándolas como carne de cañón.
Pongámonos por un momento en la piel de un joven palestino en un campo de refugiados, un marsellés de un barrio musulmán deprimido o un joven negro de una esquina de Baltimore. ¿Cuántas posibilidades tienen de no convertirse en terroristas, camellos, drogadictos o simples parados? ¿Cuántas de no empatizar con los traficantes y asesinos? ¿Cuántas de conseguir un trabajo y ser un ciudadano honrado? ¿Qué hace el sistema para ayudar a estos jóvenes? Empleamos ingentes cantidades de dinero en reprimirlos, matarlos o encarcelarlos cuando haría falta mucho menos para educarlos y curarlos.
Cada vez más gente nace fuera de nuestro privilegiado mundo, tanto dentro como fuera de nuestras fronteras, y nuestro miedo nos lleva a adoptar una postura defensiva usando las máquinas para controlarlos. Esta es la Tercera Guerra Mundial, que tiene múltiples frentes: desde el dron pilotado vía satélite por un soldado en Washington que dispara un misil en Afganistán, pasando por el refugiado que huye de la guerra y acaba entre la espada y la pared de sofisticados muros fronterizos, hasta el niño detenido en un ruinoso barrio de Detroit por vender una papelina.
El mundo bipolar de la Guerra Fría condenó a una existencia gris a cientos de millones de personas detrás del telón de acero, pero en reacción el mundo occidental creó un sistema de seguridad social sin precedentes que nos ha dado lo más parecido a la justicia social conocido hasta ahora. La globalización actual con el abuso de las nuevas tecnologías por parte de una élite oligarca nos puede devolver a la época de las pirámides, aunque esta tecnología es un arma de doble filo e incluso para los mejores jugadores es difícil controlar todas las cartas del juego.
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