Me rompió aquel verso de Gamoneda. Hubiera sido capaz de quitarle la razón hace quince años, cuando era muy joven y la noche aún no existía. Ahora madrugo todos los días y, conforme pasan los años, me siento cada vez más tentada a beber su dulce nihilismo destilado.
¿Acaso todo para esto? Pienso más en el abuelo. Pienso en nuestros jóvenes de los 70, locos, barbudos y enamorados, buscando encendidos bajo los adoquines una playa que nunca existió. Pienso también en aquella sórdida transición, en la caída del muro, en la fina lluvia que nos dejó Maastricht, en la última reforma constitucional. No sé, será que una empieza a hacerse mayor.
Soy del Coloquio. Por convicción.
Les voy a hablar de un foro, de una mesa y cinco sillas, siempre una copa de vino en la mano. Les hablo de un punto de encuentro, de un lugar de referencia, de un huerto con alberca donde poder descubrir lo que verdaderamente importa. Les hablo de un proyecto, quizás más propio del humanismo, empeñado en desempolvar nuestra esencia milenariamente tolerante, capaz de guiarnos hacía un futuro más cordial y amable. Les hablo de una propuesta con olor a barrio, alejada del edificio ministerial y sus recepciones horteras de vino y canapés.
El Coloquio es uno y muchos ejemplos. Un genuino cóctel de pluralidad conformado por individuos, absolutamente dispares, que se han sentado a conversar sobre todo aquello que les (re)mueve. Aquí reside su principal virtud, esto es, la diversidad de perspectivas, de puntos de vista y de posicionamientos.
El diálogo, la confrontación de pensamientos y la reflexión como punto de partida. ¿Quién dijo que la cultura era propiedad exclusiva de élites y minorías selectas? ¿No se parece Horacio a aquel hortelano, curtido por el sol, que medita en nuestras tabernas? ¿Qué será de los versos de Núñez si no estremecen a alguien en la vieja Poley? La cultura es y será de la gente. Acercarla, devolvérsela, nuestra febril empresa.
No todo es perfecto. Muy a menudo discuto, discrepo con mis compañeros. Lo confieso, no siempre comulgo con ellos. Disiento. Soy crítico, mordaz en ocasiones. Sinceramente, tengo que reconocer que me exasperan algunos planteamientos. Sospecho que entre tanta diferencia debe nacer el pírrico éxito del colectivo, en la suma perfecta de tantas voces desiguales.
Desde la ventana se contempla un paraíso devastado. No busque, amigo lector, hoy no encontrará una sigla prendida en mi solapa. En estos días confusos, en los que la mayor parte de las organizaciones e instituciones huelen a rancio, deberíamos admirar las señas de identidad de colectivos tan humildes y pequeñitos como el nuestro, en las que por encima de todo, la pluralidad, la participación, la transparencia, el respeto y la democracia son realidades más que tangibles.
“Otros os empeñáis en la esperanza”, decía Gamoneda. Acaso, quizá, nos baste con las palabras. Es el tiempo de empeñarse en la esperanza, es el tiempo del Coloquio.
¿Acaso todo para esto? Pienso más en el abuelo. Pienso en nuestros jóvenes de los 70, locos, barbudos y enamorados, buscando encendidos bajo los adoquines una playa que nunca existió. Pienso también en aquella sórdida transición, en la caída del muro, en la fina lluvia que nos dejó Maastricht, en la última reforma constitucional. No sé, será que una empieza a hacerse mayor.
Soy del Coloquio. Por convicción.
Les voy a hablar de un foro, de una mesa y cinco sillas, siempre una copa de vino en la mano. Les hablo de un punto de encuentro, de un lugar de referencia, de un huerto con alberca donde poder descubrir lo que verdaderamente importa. Les hablo de un proyecto, quizás más propio del humanismo, empeñado en desempolvar nuestra esencia milenariamente tolerante, capaz de guiarnos hacía un futuro más cordial y amable. Les hablo de una propuesta con olor a barrio, alejada del edificio ministerial y sus recepciones horteras de vino y canapés.
El Coloquio es uno y muchos ejemplos. Un genuino cóctel de pluralidad conformado por individuos, absolutamente dispares, que se han sentado a conversar sobre todo aquello que les (re)mueve. Aquí reside su principal virtud, esto es, la diversidad de perspectivas, de puntos de vista y de posicionamientos.
El diálogo, la confrontación de pensamientos y la reflexión como punto de partida. ¿Quién dijo que la cultura era propiedad exclusiva de élites y minorías selectas? ¿No se parece Horacio a aquel hortelano, curtido por el sol, que medita en nuestras tabernas? ¿Qué será de los versos de Núñez si no estremecen a alguien en la vieja Poley? La cultura es y será de la gente. Acercarla, devolvérsela, nuestra febril empresa.
No todo es perfecto. Muy a menudo discuto, discrepo con mis compañeros. Lo confieso, no siempre comulgo con ellos. Disiento. Soy crítico, mordaz en ocasiones. Sinceramente, tengo que reconocer que me exasperan algunos planteamientos. Sospecho que entre tanta diferencia debe nacer el pírrico éxito del colectivo, en la suma perfecta de tantas voces desiguales.
Desde la ventana se contempla un paraíso devastado. No busque, amigo lector, hoy no encontrará una sigla prendida en mi solapa. En estos días confusos, en los que la mayor parte de las organizaciones e instituciones huelen a rancio, deberíamos admirar las señas de identidad de colectivos tan humildes y pequeñitos como el nuestro, en las que por encima de todo, la pluralidad, la participación, la transparencia, el respeto y la democracia son realidades más que tangibles.
“Otros os empeñáis en la esperanza”, decía Gamoneda. Acaso, quizá, nos baste con las palabras. Es el tiempo de empeñarse en la esperanza, es el tiempo del Coloquio.
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