Querido amontillado barril, por Ángel Márquez

Fue una tarde, no recuerdo bien si era de primavera o primeriza de verano. Un amigo me había prometido regalarme una fotografía que realizó en un encuentro que tuvimos varios amigos en torno a la figura de Edgar Allan Poe y a su historia del barril de amontillado. Arranqué la moto y en unos pocos minutos me hallaba en dirección a la sierra de Montilla, por la carretera de Nueva Carteya; saliéndome de ésta, enfilé la carretera, estrecha y nudosa, de Cuesta Blanca, llegando en poco tiempo a mi destino que era el mítico y federalista lagar del Toro.
La claridad de la tarde ayudaba a la contemplación del magnífico y extenso paisaje que se ve y se disfruta desde el lagar del Toro; casi toda la campiña cordobesa se halla a los pies de la vista, el encabezamiento de las sierras subbéticas y gran parte del paisaje de la vecina provincia de Sevilla con algunos de sus pueblos también se encuentran en el marco de esta contemplación, y por supuesto la sierra de Montilla con su manto de verdor que nos regalan en esta época las cepas con sus manchas blancas de los caseríos donde duermen las tinajas, algunas llenas del dios líquido Baco y otras vacías esperando, como los agricultores, la llegada de la vendimia.
Después de contemplar todo este paisaje, llamé a la puerta de la casa de mi amigo. Esta había sido remodelada casi entera. Era una casa coqueta, decorada con mucho gusto y con sabores del pasado. En las blancas paredes colgaban muchas fotos y algunas grafías de poetas y amigos. El mobiliario era austero y existía un cierto desorden concertado de libros, cerámicas y todo tipo de cacharros. Esta decoración no sólo tenía el equilibrio del gusto, sino que además ayudaba a que la casa no se desligara de su pasado campesino.
En la fotografía –esa retención falsa del pasado- que me regalaba mi amigo, yo hacía el papel de lector, mientras que los otros compañeros hacían los papeles de oyentes. El centro de la foto lo ocupaba un candelabro derramando su luz sobre una mesa y unas copas llenas de amontillado se esparcían por toda ella. La fotografía contenía una ambientación poeliana, acentuada ésta por la presencia ultramoderna de Edgar Allan Poe. Esta foto muy bien podía servir como tramoya de cualquier historia de Poe, pero en la fotografía se respira el contenido del relato del “El barril de amontillado”
Le agradecí a mi amigo su regalo. De una manera más distendida, hablamos de muchos temas y, entre ellos, no podía faltar la presencia de nuestro común amigo Vicente Núñez. En un momento de la conversación, me indicó una puerta blanca que encerraba ese espacio que se encuentra bajo las escaleras y que no suele encontrarse en las escrituras de las casas ni en el catastro. Me invitó a pasar y a conocer ese pequeño habitáculo. Entré. Al momento oí una llave que cerraba la puerta. Quise abrirla, con la seguridad que no lo conseguiría y unos ciertos nervios incontrolados afloraron en mí. Cuando me calmé un poco, puse mi razonamiento en funcionamiento... Por suerte, la luz se mantenía intacta y lo primero que hice fue observar todo lo que había en el pequeño hueco que no tendría más de un metro y medio de largo por un metro de ancho. A mi derecha, unas pequeñas repisas con algunas cerámicas y algunos utensilios; a mi izquierda, un barril. Cuando lo vi, me calmé un poco más, era como tener un amigo o compañero en ese estrafalaria situación. Poco a poco me di cuenta  del grato olor que allí existía, y no tenía duda de que este olor procedía del barril. Quité el tapón del barril, y efectivamente, todo el habitáculo y yo nos llenamos de aroma de amontillado. Solamente con ese olor, me di cuenta que a pesar de las pequeñas medidas del cuartito, era un hombre afortunado. No pude por menos que recordar, por la semejanza de la situación a Fortunato, ese personaje central y querido de la historia de el barril de amontillado de Edgar Allan Poe.
Una vez dominada la situación, el siguiente paso (no lo tomen a pie de la letra) fue buscar la llave. La busqué por todos los recovecos y por las estanterías, y no la encontré. No desfallecí, seguí buscándola y por fin la encontré al final del barril. Esta tenía forma de goma blanca y transparente con un diámetro aproximado de un centímetro y unos noventa centímetros de larga. Como pude, ingenié un tipo de asiento y, más o menos cómodo, comencé a beber amontillado. El barril me donaba su sangre y yo la recibía con la misma alegría que recibe un moribundo, que tiene un pie en la otra historia, una transfusión de sangre. Pasaban los minutos, pasaban las horas y los dos amigos seguíamos con el intercambio. Conforme pasaba el tiempo y el vino sobre mi cuerpo, el espacio del cuartito me parecía más grande, también aumentaba en el barril su espacio vacío. Al mismo tiempo que se me agrandaba mi espacio, a mi amigo, el de la fotografía, se le achicaba su espacio exterior, por lo menos el de su conciencia, debido a que después de algunas horas no oía ningún tipo de ruido en el interior del habitáculo.
A estas alturas, me encontraba en el séptimo, me encontraba cabalgando el séptimo de caballería femenino, y en mi imaginario, después de traspasar seis puertas blancas, la séptima me introduciría en el paraíso. Sería el primer humano que tendría conocimiento del paraíso. En ese mismo momento, una llave giró desde fuera y la puerta blanca, de madera y terrenal del cuartito, se abrió. Todo mi bagaje de sueños, ilusiones y alucinaciones escaparon por la apertura de la puerta. Otra vez el cuartito volvió a sus dimensiones reales. Mi amigo se encontraba frente a mí. Nuestras miradas se cruzaron y hablaron en su lenguaje. Mi mirada hacia él no era de enemistad, pero sí era severa y escrutadora como la mirada de una médica ante un historial de genitales masculinos. Después de este silencio y quitando la goma de mi boca, le dije a mi amigo.
Rafa, esta última broma no te la perdono, haz el favor de cerrar de nuevo la puerta del cuartito, que aún no he terminado de beberme el barril de amontillado. Gracias.

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