La muerte de la tita Eladia, por Ángel Márquez

Eran las once de la mañana. Unos días antes la noticia de su desvencijada salud había corrido entre los familiares, llenándonos de pesadumbre ante lo inevitable. “Está muy malita”, me dijo su hija Mari con ese diminuto tono de personaje de Lorca.
Decidí concederme una visita para tener un recuerdo último e inaccesible de mi tita Eladia.
A  pesar de la información sobre el estado crítico de mi tita, todo acercamiento –por lejano que lo sentimos– a la muerte, impresiona. Unas pequeñas lágrimas sin contemplación y sin obediencia rodaron por mis mejillas. Junto a mi tita, allí estaba Ella, haciendo su trabajo, quizás con gusto y deleite, con una lentitud de siglos de trabajo, con una monotonía exasperante ante el resultado ganador de esta y de todas las partidas en las que participa.
Cogí la mano a tita Eladia; su frio, inquietante como de animal de sangre fría, me dictaba que la sangre no quería viajar más por sus dedos; que la muerte en su lento y avanzado viaje había cerrado algunas venas, vías y puertas en bastantes partes de su cuerpo. El único hilo que la mantenía entre nosotros era su gastado corazón y una tenue  y entrecortada respiración, escribiendo su epistolario final.
La muerte acechaba para que este fino hilo se cortara y ganara definitivamente la partida; una partida en la que siempre todas sus cartas son comodines, con los que sabe que nadie le ganará (solamente un desaprensivo le hizo una jugarreta y le ganó la partida). Por eso, la muerte, muy al contrario que nosotros, no se pone nerviosa, disfruta de su trabajo, en la tranquilidad, que tarde o más tarde siempre gana, y mientras tanto se dedica a maquillar a sus adversarios con un color ceniciento y maliciento y un modelado casi de molde, con muy poca originalidad, a la hora de colorearnos, con su paleta monocroma y su arístico cincel.
En el rostro de mi tita Eladia, la muerte también realizaba su trabajo. El color típico de la muerte, con su paso lento, se adueñaba de este rostro, que tiempos atrás fuera uno de los rostros más sonrientes que recordara. Su rostro tenía un lunar que en sus años mozos haría que alguna que otra imaginación varonil se trastocara pensando en él, y que la muerte no pudo maquillar
La lengua se había rendido a su suerte. Sin fuerza, y sin otra posibilidad, salía fuera de sus labios en una entrega de ofrenda al lenguaje del silencio.
Todos los sentidos hacían o habían hecho ya las maletas para su último viaje, esperando la hora de la partida. La muerte seguía allí haciendo concienzudamente su trabajo o su juego, ganando segundo a segundo esta partida, con la única arma que maneja mejor que nadie: el tiempo. Creo que la muerte no disfruta tanto en las muertes violentas, en las catástrofes, en los accidentes, en las de los valientes suicidas, ni las muertes de guerra donde juega con soldaditos de tontos.
Ella en donde se encuentra bien es en la espera, tejiendo su ajuar de tiempo y paciencia, sabiendo que en unos poquitos años ganará unas siete mil millones de partidas, y esa seguridad la refleja la muerte en la cara y cuerpo de mi tita Eladia.
Sí, mi tita Eladia estaba muy malita, tan malita que mi prima utilizó este diminutivo, en un tono bajito como si no quisiera molestar a la muerte en su trabajo, como para no cabrearla y no se pusiese nerviosa, pero la muerte siempre sabe llegar a su hora.
A las cinco de la tarde, a esa hora de muchas idas y no todas las vueltas, mi tita Eladia murió; la partida se acabó.
Lo que no supo la muerte es que mi tita en la partida hizo trampa. A pesar de que no le sirviese para ganar, por lo menos, con su alzheimer pudo eludir el risueño rostro del ganador. Tampoco sabe la muerte que con su partida ganadora también ella pierde, porque la muerte, sin vida, no vive.

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