Mucho se maravilla la gente, y más se pasma, cuando oye hablar a esta pobre vieja que llaman Leonor Rodríguez, la Camacha de Montilla, como si una no supiese distinguir entre el vino que alegra al cristiano viejo y el menjunje que hoy algunos beben, más por parecer que por gusto. Mas yo, que he visto pasar por mi puerta a curas, escribanos, soldados, pícaros, damas, galanes y aun a perros coloquistas, sé distinguir lo bueno de lo ruin, y digo con la lengua bien suelta que no hay licor más honrado, más generoso ni más verdadero que los vinos andaluces, y en especial los de Montilla-Moriles, que son como los hijos legítimos del sol y la tierra: nacidos sin engaño, criados sin artificio y disfrutados sin remordimiento.
Porque, ¿qué otra cosa es un vino generoso sino un espejo de la naturaleza? Él no finge, no se disfraza ni se pinta los labios con quincalla química como hacen esas criaturas de moda, vinos aguachirriados que, si levantaran cabeza mis antepasados, los desterrarían de las bodegas y aun del reino entero. ¡Ay, qué siglo este, donde algunos llaman modernidad a lo que no es sino flojedad de carácter y cobardía del paladar! Andan diciendo por ahí que si menos alcohol, que si notas florales inventadas, que si levaduras industriales traídas de quién sabe qué laboratorio donde no entra el aire libre ni por lástima. ¡Válgame el cielo! Yo no quiero beber perfumes, sino vino; ni quiero sorber sudores de probeta, sino esencia de uva honrada.
Diré más: quien no conoce un Montilla fino, un amontillado cabal o un oloroso de los que hacen levantar cejas y recuerdos, no sabe lo que es conversar con los antepasados. Porque estos vinos, además de alegrar el pecho y afinar el ingenio, guardan en sí la memoria de mil manos, de mil soles y de mil inviernos. Son historia líquida, tradición derramada, cultura embotellada. Tienen en su vientre la paciencia del lagar, la sabiduría del bodeguero y el silencio de las criaderas; y quien bebe de ellos, bebe también de la dignidad de un oficio que no se avergüenza de su linaje.
Y ahora vienen algunos mozalbetes, con más prisa que seso, a decirme que lo moderno es beber vino coloreado, refrescado y hasta endulzado, hecho a carreras para que llegue antes al mercado que a la boca. Dicen que así se vive mejor. ¡Ja! ¡Mejor la llamaré yo a la vida reposada del vino viejo, que enseña que lo bueno pide tiempo y que lo verdadero no admite atajos! Pero claro, la ignorancia presume siempre de ilustrada, y estos nuevos bebedores, que no saben distinguir un mosto de un brebaje de botica, se apuntan a lo que dicta el pregón del extranjero o el consejo de algún comerciante apresurado.
Yo, la Camacha, que tengo trato con vivos y muertos, os digo que ningún espíritu noble, ni humano ni de ultratumba, prefiere tales bebidas de artificio. Hasta las ánimas más retorcidas, cuando pasan por mi casa a contar sus penas, piden un trago de Montilla, que templa el alma y despeja la memoria. ¿Y sabéis por qué? Porque el vino generoso es tan natural que hasta los duendes hallan en él su acomodo. Y no hay hechizo que valga contra su verdad: es puro, es nuestro y es de siempre.
Si queréis modernidades, compraos un reloj que dé más horas de las que tiene el día, para que os dé tiempo a lamentar vuestras elecciones. Pero si queréis vida buena, reposada, cabal y gustosa, acercaos a Montilla-Moriles, y allí, entre botas que rezuman historia y calles que huelen a cosecha, aprenderéis que no hay mejor maestro que un buen vino ni mejor consejo que el que da un sorbo honrado.
Que así lo digo, así lo firmo y así lo bebo. Y quien no me crea, que pruebe, y verá. Porque en el vino generoso está la verdad… y en las modas nuevas, sólo el engaño y la prisa.
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