Decís vos que queréis que hable esta pobre vieja Camacha sobre el Camino de Santiago, y yo os digo que si el apóstol viera lo que han hecho de su senda, volvería la concha al mar, la vieira al monte, y se encerraría en su sepulcro de Compostela sin dar más luz que la que arroje alguna bombilla de bajo consumo, que es ahora lo que alumbra a los peregrinos de pega.
Porque, ¡mirad que es cosa de risa y llanto! En mis tiempos, cuando aún me tomaban por bruja de cabras y conjuros, el Camino era senda de penitencia, de polvo y sudor, de ampollas que crecían en los pies como granos de mostaza en tierra húmeda. No había posadas con wifi, ni tiendas de recuerdos con camisetas de “I love Camino”; había tabernuchas de vino agrio, ladrones de camino y mulas que se desplomaban antes de llegar a la próxima ermita. Quien se aventuraba al Camino lo hacía por fe, o por desesperación, o por promesa hecha entre lágrimas; y muchos dejaban los huesos en las cunetas, que también es manera de llegar a Compostela, aunque con menos celebración.
Y ahora, ¡ay ahora!, el Camino se me ha vuelto romería de mercaderes, feria de vanidades, pasarela de modas deportivas, donde más que el callo se presume la zapatilla de marca. Los mercaderes del templo, aquellos que Nuestro Señor echó a latigazos, se han multiplicado como langosta en mies ajena, y han tomado las rúas compostelanas: cada esquina un bar, cada bar una terraza, cada terraza un peregrino que se hace selfi con la cerveza en alto, como si brindara con el mismísimo Santiago, que debe de estar, pobre santo, mirándolos con más paciencia que yo con mis comadres alcahuetas.
Que no digo yo que no sea cosa buena juntar a franceses con portugueses, a alemanes con polacos, a coreanos con madrileños, todos andando bajo el mismo sol y la misma ampolla. Eso aún queda: la fraternidad forzada por el cansancio, el idioma de las manos cuando falta la lengua, la sonrisa que cura más que la pomada. Y es verdad también que el Camino ha tejido, como red de araña bien tirada, un cierto espíritu europeo, donde cada cual aporta su migaja de fe o descreimiento, su pereza o su ardor. En eso no hay tacha, y quizá sea lo único que el apóstol todavía aplaude.
Mas lo otro, lo de hoy, ¡válgame Santa Compaña!: mozos y mozas que no pisan piedra sino para retratarse, que miden el día en likes y corazones digitales, que en vez de cantar salmos graban vídeos con musiquilla de moda. Y la Compostela, aquel documento que probaba la hazaña y la devoción, es ahora poco menos que diploma turístico, cartón con sello para colgar en Instagram y presumir en la oficina: “Mírame, he caminado, aunque fuera solo los últimos cien kilómetros en chanclas nuevas”.
Yo, que he visto a tantos buscar en el Camino la expiación de culpas, el encuentro con sí mismos, la voz de Dios en el silencio de un robledal, me escandalizo de ver ahora que el silencio se vende caro: cada paso interrumpido por el pitido del móvil, cada atardecer convertido en escenario de teatro portátil, cada albergue en mercado persa donde más se oye el tintinear de monedas que el susurro de oraciones. Que el Camino, siendo senda santa, se me ha vuelto parque temático de espiritualidad prefabricada; que donde antes había sacrificio y riesgo, hay ahora masificación y rebajas de temporada; que los nuevos peregrinos caminan más hacia la foto que hacia el sepulcro del santo.
Y yo, vieja Camacha, que he visto muchos engaños y he tejido no pocas artimañas, os juro que ni en mis conjuros más retorcidos hubiera imaginado que al Camino de Santiago lo derrotarían no moros ni lobos, sino la peste del postureo.
Mas aún así, ¡ved la ironía!, sigue vivo el Camino, como sierpe que muda la piel: ya no es lo que fue, ni volverá a serlo, pero todavía arrastra a gentes de todo el orbe, y en esa mezcla, aunque disfrazada de turismo, late una chispa que ni yo, con toda mi brujería, sabría apagar.
Comentarios