El arte no tiene edad. No es patrimonio exclusivo de la juventud temprana, cuando estallan las ideas. Hay una tendencia a glorificar al que empieza. Y otra, en sentido opuesto, a relegar al rincón del olvido al que ya está amortizado, del que ya nada se espera, salvo que se limite a repetir su viejo y agotado cancionero. Es ley de mercado, más que de vida.
Pero, creo, que también es una forma de ceguera estar atento solo a las novedades. En los medios de comunicación parece que lo único que interesa sea la última tendencia en la incombustible caldera de los ritmos urbanos. Lo demás rara vez importa.
La ancianidad es materia de compasión. De asilo y residencia de mayores. De chistes de sal gorda con el tufo del machismo a cuestas. Julio Iglesias, que tiene devastada la columna vertebral, necesita ayuda para moverse. Su estampa de latin lover se resquebraja. Es un inválido que, para dar un paso, se vale de mulatas, en vez de muletas, dice el pie de foto de la noticia. En realidad, esto que se toma por divertida y ocurrente gracieta es una patética broma para un macho herido.
Por eso, sorprende el inusitado revuelo que se ha formado con ese grupo de amigas sevillanas que se arrancó a cantar en plena madrugada, mientras regresaban a casa. Es una escena admirable. En el silencio de la noche una voz conmueve. Hay en ella nostalgia y calidez. Está ahí el metal acompasado de los años. La verdad al relente tórrido de julio. La mujer que canta se mueve con andador, mientras que su voz, sin embargo, es resuelta, más libre que nunca. Es la feliz paradoja. Se resienten sus articulaciones, que ya no tienen el vigor de antaño. Y en cambio, hay fortaleza, maestría y duende en su manera de entonar la copla. No es un hecho aislado.
De igual y estremecedora manera la sabiduría se agiganta cada vez que abre la boca Robert Plant. El blues es el espinazo de este legendario cantante. Eso está intacto, fuera de los estragos del tiempo. Aquel que cuando estaba al frente de Led Zeppelin mostraba el recio torso desnudo del héroe, y marcaba un abultado paquete en sus vaqueros como macho prominente, lleva ahora bastón. En un suspiro ha pasado de pichabrava a pollavieja.
Es su ayuda para ir de un lado a otro. En Granada apareció con él durante una visita a la Alhambra en plena canícula. Lo hizo unas horas antes de presentar sus nuevas canciones, en las que se retuerce la remota raíz de la tierra: el alma de las viejas melodías del pueblo.
No es un báculo de profeta. Hace tiempo que renunció a estas bagatelas. Es su punto de apoyo, la evidencia de la cercana ancianidad. Pero lo que verdaderamente lo sustenta es su banda de acompañamiento en la que se condensa la armonía de la emoción. Su nombre no es casual. Se hacen llamar Saving Grace, como asimismo se titula el nuevo álbum de este artista universal. Es, pues, la gracia salvadora, la que lo mantiene en pie.
Puede que por el rock no pase el tiempo, como aseguran quienes defienden su vigencia permanente, lo que lo hace revivir a cada instante ajeno a modas. Pero sus figuras, que gozaron de todos los beneficios de la sangre nueva, del indomable vigor de sus arterias, no tienen la potestad de parar el reloj. No hay privilegios biológicos para ellas. Son celebridades con achaques, con las células cansadas. Parejos en desgracias, ya que no en fortuna.
Es verdad que siguen en el escenario, aunque hayan rebasado holgadamente la frontera de la jubilación. ¿Qué pecado o incorrección hay en esto? Están exentos del chequeo constante de lo actual, esa cruel barrera. Solo requieren de un taburete para contrarrestar el dolor y la fragilidad de los huesos. Están acosados por la artrosis, es una obviedad más de su parte médico. Las caídas y los traumatismos son, para ellos, una sospecha permanente, pero, al mismo tiempo que llega la inevitable decadencia de la carne, con sus injurias, cada noche renace el artista como un ave fénix.
Carlos Santana remueve el pasado en cada concierto. Toca para ti sus prodigiosos compases. Concentra la movilidad en sus dedos, mientras permanece quieto con el culo en la banqueta. Este es el trono ahora de quienes se pavonearon sobre las tablas de colosales entarimados como inalcanzables luminarias. Así, quién lo iba a decir, resultan más cercanos.
De esta manera en la que subsiste la dignidad, hemos visto también a Miguel Ríos. Y a Joaquín Sabina, tan aquejado de dolencias que hasta su fama de canalla comienza a tener mala salud. Sin embargo, ambos comprueban cuando están de gira la robustez y vitalidad de un repertorio, el de sus composiciones, que desafía el imperio y el dictado de la caduca actualidad. Y que emociona hasta las cachas a la afición.
El comediógrafo griego Menandro dejó escrito que el amado del cielo muere joven. Vaya por Dios. Y como para darle la razón a este previsor heleno, en el mundo del rock suele circular con relativo e inquietante éxito la consigna de vive deprisa, pírate joven y deja un bonito cadáver.
Menos mal que esta aseveración no se ha cumplido a rajatabla y que Dios, en su infinita misericordia, se ve que no ha sido partidario de aplicar tal regla con rigor extremo. De lo contrario nos habríamos visto privados de demasiadas tonadas hermosas. De noches memorables. Y de artistas maravillosos que en su senectud están dando un último servicio a la humanidad. Las canciones no matan, solo trastornan el corazón.
Pero, para que esto no parezca un desaforado canto a la decrepitud bien llevada, ahora invoco a Ulises, ya que estamos con mitos aparentemente inmortales. Últimamente parece que hay pasión irrefrenable por este rey de Ítaca, en particular en el cine. En El regreso de Ulises, de Uberto Pasolini, se nos ofrece una visión interesante y algo renovada del protagonista en el clásico poema épico de Homero. Se deja atrás la parte aventurera, las Circes y cíclopes, para centrarse en el conflicto de ese mal endémico que es el abuso de poder.
Es inevitable que al contemplar esta película escueza aún más el aplastamiento de Gaza, demonio de barbarie inacabable ¿Qué has aprendido en todo este tiempo?, le reprocha Penélope a su esposo errante.
Cuando vuelve al cabo de veinte años, Ulises está andrajoso y envejecido, apenas habla. Pero, en lugar de estar apaciguado por todo lo que ha visto, se entrega a la ira y la violencia más horrenda, si es que hay alguna que no lo sea. Lo ciega el exterminio de sus oponentes.
Ninguno de ellos atina a tensar el arco, que es una prueba de dominio e inteligencia. Solo él sabe cómo hacerlo. Tiene en sus manos la oportunidad de cerrar la afrenta gracias a su vieja pericia y maestría, sin derramar una gota de sangre. Pero, enrabietado, opta por deshacerse de sus enemigos, los pretendientes de su mujer, clavándoles una a una las flechas. En efecto, este Ulises agotado prefiere hacer la guerra. No ha aprendido nada acerca de la brutalidad de los humanos.
Hay una secuencia breve, pero impactante. Argos, su perro fiel, lo reconoce a pesar de lo cambiado que está su amo. Lo ha esperado pacientemente. Al verlo, se reanima un momento, lo mira y a continuación cierra los ojos, que es el morir. No expira complacido, con la tranquilidad que da el reencuentro con la persona querida. Da la impresión de que dice adiós porque este can, antes que nadie, se da cuenta de que Ulises es una fiera, no un amigo.
¿Qué canto fúnebre le cuadraría al iracundo en su noche postrera? No creo que Robert Plant aceptase actuar en las exequias de Odiseo. Ni siquiera lo haría, creo, Mick Jagger, otro insigne vejete, con todo lo que, dicen, le gusta el parné. Pero, en fin, mejor será no comprobarlo.
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