Hay veranos que uno pasa en la playa, con los pies llenos de arena y el alma llena de ganas de estar en otro sitio. Y hay otros (los mejores, quizá) que se viven desde una hamaca imaginaria. No hace falta tenerla colgada entre dos palmeras ni que dé sombra un cocotero: basta con entregarse a esa especie de letargo luminoso que el verano nos permite, cuando los relojes se derriten como en un cuadro de Dalí y nadie se atreve a pedirte prisa.
Desde esa hamaca invisible, instalada en algún rincón del pensamiento, uno aprende el arte de no hacer nada con estilo. De mirar el techo como quien observa constelaciones. De seguir el vuelo de una mosca como si fuera un poema zen en movimiento. El verano, ese animal extraño, nos otorga el derecho de dejar de ser productivos sin sentir culpa. Y eso, en los tiempos que corren, es casi un acto revolucionario.
Leer sin horario, por ejemplo. No por obligación ni por estar al día, sino por el simple placer de que las palabras nos arrullen. Relamerse con un capítulo de tu lectura de verano, sentir que el mundo puede esperar mientras uno relee una frase como quien recoge conchas en la orilla.
En las terrazas, los vasos sudan como si también ellos necesitaran vacaciones. Las conversaciones ajenas, a medio volumen, se convierten en pequeñas novelas orales. El que no sabe que lo escuchan habla con más verdad. Desde mi hamaca imaginaria, tomo notas mentales: una señora que dice que el calor le cambia el carácter, un chico que planea dejarlo todo e irse a plantar tomates. Nadie se escapa del influjo de esta estación que todo lo funde, incluso los límites entre uno y los demás.
A veces me levanto de la hamaca (mentalmente, se entiende) y me doy cuenta de que el mundo sigue girando. Hay clases, citas, ruido. Pero el verano me enseña que todo eso puede esperar un poco. Que hay un tiempo para correr y otro para flotar. Y que flotar no es menos digno que avanzar. Que a veces la pausa es la forma más honesta de seguir.
Así que aquí estoy, con el cuerpo en Montilla y la cabeza balanceándose suavemente entre nubes y libros. Tal vez no haga nada productivo hoy, pero quién sabe: igual mañana, desde esta misma hamaca invisible, se me ocurre una gran idea. O no. Y tampoco pasa nada.
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