Posiblemente, el mayor de nuestros miedos tiene que ver con mirar nuestro interior y descubrir que no somos tan buenos como creemos ser. Pero hay un miedo aún mayor, y es sentirnos vulnerables y que se haga evidente.
Tenemos miedo de que puedan arrojarnos al vacío, tirarnos por un precipicio y hacer desaparecer lo que consideramos nuestro.
¿Tan endebles son nuestros cimientos? ¿Por qué perder significa no ganar? ¿A quién se le ocurrió la estúpida idea de ir diciendo por ahí que hablar de sentimientos era un tema tabú?
Por otro lado, ¡qué importante es protegernos! ¡Qué valioso es proteger! ¡Qué bonito es que alguien nos escuche sin juzgar! Y qué importantes son los límites y las relaciones sanas. Relaciones sanas en general: Tus padres, tu familia, tu pareja, tus mascotas, tus compis de curro… Pero nos cuesta distinguir y separar que, a lo largo del día, podemos tener varias personalidades. Personalidades totalmente lícitas e independientes que a veces se correlacionan entre sí. Pero no necesariamente tienen la obligación de hacerlo. Aun así, hace falta hacer un buen ejercicio reflexivo sobre la ventana del corazón. Es como si, al mirarnos por dentro, pudiéramos descubrir algo que no nos gustase. Por eso ponemos códigos indescifrables creyendo que cualquier individuo va a hackear nuestro sistema de sentimientos y va a poner en jaque toda nuestra identidad.
La realidad es que luego, como en todo, se nos olvida la contraseña.
Y sí, puede que entre de repente un torbellino y ponga patas arriba tu vida y te deje sin aliento. Pero chica, un buen polvazo también te deja las piernas temblando y con la lengua fuera. Es más, puede seguir provocando escalofríos en tus entrañas durante un tiempo indeterminado y no nos lanza para atrás. Seguimos lanzándonos al vacío de la incertidumbre porque tenemos la certeza de que, de un momento a otro, vamos a obtener el poder. Y nuestra ventana tiene más de cien mil candados. Es decir, tenemos tantas ganas como miedo a fallar y hundirnos hasta lo hondo…
Y una última reflexión. No tenemos la verdad absoluta. La vida es tan frágil que puede romperse una y otra vez en mil pedazos. A veces, debemos aprender a condonar la culpa. La culpa que parte del ego. Quizá nos cueste asumir nuestras propias responsabilidades y tratamos de evadirnos proyectando en los demás nuestro dolor. Nuestro dolor es nuestro y solamente intervendrá hasta el punto en el que le demos permiso. Es un indicador de que algo no nos gusta y nos crea incomodidad. Sin embargo, debemos de hacer más a menudo ese ejercicio de honestidad, hablar de sentimientos y dejarnos ser vulnerables.
Quizá esperamos que algún mecánico venga a arreglarnos el corazón, pero la verdad es que no existe. Esto solo ocurre cuando tenemos el valor de cuidarnos, respetarnos y mostrarlos. Quizá, aquel que se muestra con simpleza y elegancia es quien recibe la vida con entusiasmo natural, y no envenenado de prejuicios, ni forzando la simpatía por enmascarar el verdadero dolor. Porque aferrarse a lo que ha de soltarse es simplemente una manera de negación. Dejar ir también es encontrar. Y abrir la ventana del corazón también es ventilar y mostrar que, como siempre en todo caos, existen las cosas bonitas.
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