Adolescencia o el terror de no conocer a tu propio hijo, por Laura Margarita Lopera Rodríguez


No resulta nada fácil escribir sobre esta mini serie británica que se ha convertido en un verdadero fenómeno social. Probablemente, todo lo que había que decir sobre ella ya se ha comentado, y lo han hecho voces infinitamente más autorizadas que la que les habla desde este humilde rincón perruno.

Para empezar, he de reconocer que yo también me sentí atrapada sin remedio por esta trama y me zampé de un tirón los cuatro capítulos de una hora cada uno casi sin respirar. La factura técnica de la serie es impecable: cuatro entregas grabadas en plano secuencia con un espectacular trabajo actoral en el que destaca especialmente Stephen Graham, en el papel del padre del protagonista. Sus puntos fuertes, casi todos: magnífico guion, plano secuencia que te sumerge de manera angustiosa en la pesadilla y actores en su punto siempre, contenidos y verosímiles, lejos de la lamentable efusividad lacrimógena y gritona a la que nos tienen acostumbrados los actores españoles de la nueva escuela.

La trama, como ya supongo que todo el mundo sabe, parte de un hecho terrible: Jamie Miller, un adolescente de 13 años, es arrestado por el asesinato de una compañera de instituto. A partir de aquí, la serie presenta dos partes claramente diferenciadas por su tono: la primera, que abarca los dos primeros capítulos, desarrolla una hipnótica investigación policial centrada en dos escenarios (la comisaría y el instituto donde estudiaban víctima y verdugo); la segunda parte (capítulos tercero y cuarto) se mete de lleno en el drama psicológico desde dos perspectivas, la del adolescente acusado y la de su familia.

Y una vez que has terminado la serie y, como en una especie de catarsis trágica, ya puedes respirar y, por tanto, pensar, te preguntas: ¿qué ha querido decirnos exactamente su director?, ¿cuál es el mensaje –o los mensajes-  de este escalofriante relato?

La fuerza de la ficción radica sin duda en que todos los que somos padres podemos sentirnos identificados con los de la serie, que comprueban con estupor que no tienen ni idea de lo que pasa por la mente y por los dispositivos electrónicos de su adorable hijo pequeño. ¿A quiénes hacen responsables los guionistas? Son varios los factores que se alían: las redes sociales, a las que los jóvenes acceden muy tempranamente y que los ponen en contacto con oscuras y perniciosas ideologías; la falta de comunicación real con unos padres decentes, pero ausentes, y un sistema educativo del que se hace un retrato feroz en el segundo capítulo y que eriza los vellos, especialmente a los que nos dedicamos a enseñar en Secundaria. La serie nos va desvelando un mundo sórdido y paralelo en el que se desenvuelve el adolescente y al que de ningún modo tienen acceso sus padres o sus profesores, que se encuentran como a varias generaciones de distancia, completamente ajenos al nuevo lenguaje y a las crípticas convenciones de las redes. Y esto es realmente lo que nos aterra de Adolescencia, sobre todo a los que tenemos hijos o hijas en esta compleja etapa.

Ahora bien, ¿pueden todos estos factores, por sí mismos, fabricar un asesino? Francamente, me parece que no y que, si ese es el mensaje de la serie, es alarmista y exagerado. Sí es cierto que el cóctel que mezcla unos padres que se abstienen de una educación espiritual, un sistema educativo fracasado donde el docente ha perdido toda autoridad legal o moral y también toda vocación y esperanza, y, sobre todo, unas redes sociales que abren al adolescente un mundo complejísimo y perverso para el que de ningún modo está preparado, puede ser la chispa que encienda al asesino que alguien lleva dentro. Pero creo que, afortunadamente, el porcentaje de población que lleva dentro un asesino a sangre fría es muy escaso. Quiero pensar que el mundo en el que se desenvuelven nuestros adolescentes no explica por sí mismo la conversión de un niño normal de trece años en un asesino. Otros similares han existido a lo largo de la historia sin la presencia de redes sociales y con circunstancias vitales aparentemente apacibles. El psicópata ha existido siempre y seguirá existiendo; lo que va evolucionando son las circunstancias que lo empujan a matar.

Por eso, la serie, que es técnica y artísticamente intachable, me parece errada y pretenciosa si pretende desvelar la fórmula del mal, la clave para que un adolescente se convierta en asesino. De todas formas, hay que verla: disfrutarán de la trama, de una historia bien contada, y descubrirán un mundo salvaje y oculto que hay que conocer para poder combatirlo.

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