¡Ea, pues! Que si no me place hablar, tampoco me callo, que para boca cerrada ya tengo la sepultura en vista, y para lengua suelta, todavía me quedan encantamientos por decir y verdades por escupir, aunque amarguen más que la hiel de alacrán viejo.
Hoy, que es día de letras y de libros, conmemoración del morir de tres grandes varones —que de pluma, no de espada, hicieron historia—, levanto mi voz, que no es de bruja solamente, sino de mujer de mundo, que sabe lo que dice, aunque lo diga con retranca y media docena de indirectas como dardos.
Digo, pues, que no es día cualquiera este, sino uno en que se nos fue, como quien dice en un mismo suspiro y con las manecillas del reloj como cómplices, tres monstruos de las letras: el inglés William Shakespeare, el Inca Garcilaso de la Vega, y, redoble de tambor y cencerro, nuestro don Miguel de Cervantes Saavedra, gloria de las Españas y honra del ingenio humano.
Empecemos por el extranjero, que ya sabéis que tengo mal vino con los de la pérfida Albión. Shakespeare, sí, el tal Will, que escribía tragedias como quien mata cerdos en matanza: muchas y con mucho ruido. Nadie niega que el hombre tenía mano para la pluma, y que si se leía, se gozaba; mas no quita eso que fuera inglés, que ya es defecto bastante, y que se le celebrara en exceso, como si el mundo empezara en Stratford y acabara en Elsinor. ¡Válgame Dios, que hasta cuando moría, tenía prisa por ser el centro del escenario! Pero no seré yo quien le quite su trono en la dramaturgia, aunque me dé urticaria confesarlo: el hombre sabía escribir, mal que me pese.
Del otro, el que nadie menciona si no es por casualidad o error de examen, hablo ahora con respeto y con querencia, porque fue montillano de corazón, como yo. El Inca Garcilaso, mestizo de sangre y alma, hijo del sol y de Castilla, llevó su cuna a Perú pero su vivir lo puso en Montilla, tierra de vino y de secretos, donde yo tejía encantamientos mientras él tejía historias de su linaje y memoria. Supo poner voz a los que no la tenían, y escribió Los Comentarios Reales, que bien reales fueron y mejor comentados por quien los entendía. Y si no se le nombra tanto como a los otros, es porque en esta vida, ser medio de aquí y medio de allá hace que se te quede medio mundo por leer. Pero no en vano murió el mismo día, que no hay azar en estas cosas: los hados quisieron que su nombre se ligara a los grandes, como quien firma en la misma página aunque lo hagan en tinta distinta.
Y ahora, quitaos el sombrero, el bonete o la cofia, que llega el maestro, el padre y el espíritu del libro: don Miguel de Cervantes. ¿Quién sino él, manco de Lepanto, valiente en armas y sabio en letras, pudo engendrar a don Quijote, caballero de la triste figura y de la gloriosa imaginación? Si el mundo tiene una sola novela que valga por todas, es el Quijote, y quien diga lo contrario, que venga a Montilla a decírmelo a la cara. Pero no sólo eso: también me dio a mí voz y vida en su Coloquio de los perros, donde, siendo hechicera, fui verdad y ficción, y por su mano, arte. ¿Qué más se puede pedir?
Así que en este Día del Libro, que es también el día de los muertos ilustres, haced memoria y justicia: al inglés, su pluma; al inca, su voz mestiza; y al nuestro, ¡todo el altar! Y si alguien se atreve a decir que los libros están pasados de moda, decidle de mi parte que tengo un encantamiento para eso, y que si no lee, no es porque no pueda, sino porque no quiere, y eso ya es hechizo del diablo.
Aquí lo dejo, que tengo asuntos que atender y gatos que alimentar, pero que conste: el 23 de abril no es día de libreros, sino de lectores, de esos que saben que en cada página puede esconderse un mundo… o una bruja.
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