El tañido de una campana me hace feliz. No es un sonido cualquiera. Resuena en la distancia, se eleva y cae con el viento, llega a los rincones donde la memoria duerme. Cuando lo escucho, vuelvo a aquellas mañanas de domingo en invierno.
El aire es frío, pero no molesta. La brisa huele a leña quemada. Camino por una calle de Montilla. Los adoquines brillan con la helada de la noche. Respiro hondo. El silencio de la mañana solo se rompe con el sonido de la campana. Su ritmo lento marca el tiempo sin apuro.
A un lado, las casas todavía duermen. Algunas chimeneas sueltan un humo ligero. Paso por Bellido y el olor a pan caliente y dulces se mezcla con el aire fresco. Un perro cruza el camino paseando a su dueño. No hay prisa. Montilla despierta poco a poco, como si nadie quisiera romper la armonía de la mañana.
Sigo caminando. La campana sigue sonando. Ya son las 9 de la mañana. Me trae recuerdos. La parca que llevaba de niño, las manos frías dentro de los bolsillos, el calor del sol en la recacha. Los domingos eran distintos. No había escuela ni tareas. Solo el paseo, las sopaipas del domingo.
El tiempo ha pasado. Las calles no son las mismas, pero el sonido de la campana no ha cambiado. A veces me detengo solo para escucharla. Me recuerda que la felicidad no está en las cosas grandes. No está en lo que se busca con afán, sino en un paseo una mañana de domingo. En el tañido de la campana, que sigue ahí, marcando el ritmo de un mundo que no se detiene.
Hay quien cree que la felicidad es algo complicado, algo que se alcanza después de mucho esfuerzo. Yo pienso que está en momentos como este. En saber escuchar, en detenerse un instante y dejar que los recuerdos vuelvan. En entender que lo que importa no es lo que se ha ido, sino lo que permanece. Y el sonido de la campana sigue ahí, llamando a quien quiera escucharla.
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