¡Oh tiempos de confusión y turbamulta, en los que el vino noble es vejado como rufián de taberna por mano de mozalbetes y mozas ligeras de juicio! Yo, Leonor Rodríguez la Camacha, hechicera de fama por tierras de Montilla, curandera de almas y cuerpos, y maestra en brebajes de toda laya, digo lo que digo y no lo niego: hay cosas que aun el diablo no se atreve a mezclar, y el vino con gaseosa es una de ellas.
Ved, pues, este bebedizo llamado rebujito, que suena a cosa traviesa, como de pícaro andaluz o comadre de feria. Es, en sustancia, ni más ni menos, que tomar vino —vino, señores— y echarle encima una gaseosa que burbujea como si el alma del demonio le soplase por debajo. ¿A eso hemos llegado? ¿A disfrazar al vino como si fuera doncella casadera en día de gala, cuando su desnudez honesta basta para seducir hasta al más mojigato?
Dicen algunos, con la lengua floja por el calor o por la necedad, que el rebujito refresca, que entra bien, que en la canícula es como beso de monja en la frente. Y no lo niego, que yo también he vendido ungüentos que no curaban pero aliviaban. Pero refrescar no es justificar. También alivia el agua de pozo, y nadie la mezcla con Pedro Ximénez para decir que mejora.
Los hay que lo beben en ferias, vestidos de faralaes y con las sienes sudando aguardiente. Allí se baila, se ríe y se bebe, y en vez de vino se sirven estas pócimas endulzadas, más parecidas a filtros de olvido que a bebida cristiana. Y aún hay quien dice, con desvergüenza digna de tormento inquisitorial, que el rebujito es puerta de entrada al vino para quien no le gusta. ¡Como si al vino hubiera que andarle con paños calientes! El vino, si es bueno, se da a querer solo; y si es malo, más vale no andarle buscándole novia con gaseosa.
Dirán otros que ya los romanos aguaban el vino, y que era costumbre de sabios y senadores. Verdad es, y también es verdad que comían garum y se purgaban con plomo. El hecho no hace la virtud. Porque si bien ellos rebajaban el vino, era por fuerza y conveniencia, no por desatino festivo. Y mirad qué tiempos aquellos: los dioses les hablaban, pero el Imperio cayó. Haced las cuentas.
En otras edades, más cuerdas y menos dadas a la efusión de almíbares, se ha encarcelado al que aguaba el vino. Y con razón, que no hay peor sacrilegio sino tomar lo que es puro y corromperlo. Que si Cristo Nuestro Señor convirtió el agua en vino en las bodas de Caná, no fue para que luego viniera un mozo de feria a mezclarlo de nuevo con gaseosa. Que para convertir lo sencillo en divino se requiere milagro, pero para estropear lo santo basta un ignorante con una botella de Sprite.
Yo, que sé de filtros, de elixires y de pócimas que curan males del cuerpo y del alma, os digo que el vino no necesita añadidos. Como el amor verdadero, no se disfraza ni se disuelve. Se toma con respeto, con gozo, y con la reverencia que merece quien ha fermentado bajo sol y luna para dar lo mejor de sí.
Y aún me espanto de esta sociedad que da la espalda al vino por abrazar bebidas que saben a caramelo y olvido, que emborrachan sin alma y embotan sin gloria. El vino es espejo de la tierra, y quien no lo entiende, merece que le den vinagre.
Así hablo yo, Leonor la Camacha, bruja vieja pero de paladar fino. Y quien no me crea, que lo pruebe: un vino bueno no necesita compañía, y un vino malo, mejor dejarlo para el vinagre.
Amén, y al que mezcle Fino con gaseosa, Dios lo perdone, que yo no puedo.
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