Es de bien nacida, por Leonor Rodríguez "La Camacha"


¡Ay, curiosos y atentos lectores! Mirad cómo se muda el mundo, que hasta una humilde bruja como yo, Leonor Rodríguez, conocida por "La Camacha", recibe agora el honor de ser escrita en piedra y calle de Montilla. ¡Oh, arte y destreza del destino, que convierte el oprobio en memoria y la infamia en homenaje! Pero dejadme, antes de hablar de mi nueva fortuna, recorrer con vos la historia de este lugar y los nombres que lo han ennoblecido.

Montilla, tierra de vino y sabia gente, ha tenido siempre a bien grabar en su callejero las glorias que la adornan. Si ha de empezarse por lo más alto, justo es hablar de los Reyes Católicos, Isabel y Fernando. ¡Oh, qué dichosa unión de Castilla y Aragón! Aunque os confieso que Fernando, el Católico, dejó en esta villa un recuerdo agridulce, pues ordenó el derribo del castillo, como si deshacer piedras bastase para borrar la historia de una fortaleza. No obstante, su huella es grande y Montilla le agradece la justicia que impartió en sus días, aunque sea con recelo en mi corazón de bruja.

Más tarde, vino Felipe IV, el Rey Planeta, quien, movido por su inmensa corona y su ánimo generoso, otorgó a Montilla el título de ciudad. ¡Ah, qué honor el que nos concedió aquel monarca que, entre guerras y lances amorosos, tuvo aún tiempo para reparar en nuestra villa! Mas no olvidemos que tal favor vino en gran medida por el renombre de ciertos montillanos cuyos méritos aún resplandecen.

Decidme, ¿quién no ha oído del Gran Capitán? Gonzalo Fernández de Córdoba, maestro en el arte de la guerra, que ganó batallas en Italia con más estrategias que espadas, dejando mudos de asombro a sus enemigos. Dicen que al preguntar el rey cuánto costaba mantener sus campañas, respondió con un listado que incluía sacos de paciencia y botas de andar. ¡Oh, Gonzalo, qué bien nos representaste en el mundo!

Y qué diré de San Juan de Ávila, doctor de la Iglesia, y San Francisco Solano, el "Apóstol de América". Uno, predicador tan santo que sus palabras ardían en el pecho de los oyentes como brasas encendidas; el otro, evangelizador incansable de tierras lejanas, que amansaba fieras y convertía corazones. ¿Qué villa puede presumir de dos santos tan gloriosos?

No ha de olvidarse tampoco a Garcilaso de la Vega, el Inca, mestizo de sangre y letras, quien, desde el Perú hasta España, labró un nombre que es puente entre mundos y tiempos. Sus escritos, ¡oh!, son más preciosos que los metales que buscaban los conquistadores, y Montilla lo guarda como un tesoro. Y junto a él, Diego de Alvear, héroe de mar y tragedias, cuyas hazañas y desventuras, desde el río de la Plata hasta las costas de Cádiz, se cuentan entre las más notables. Aquel caballero, que sobrevivió al naufragio y la pérdida, supo hacer de su nombre un emblema de resistencia y honor. Ambos, en sus esferas, hicieron de la palabra y el coraje un estandarte.

Y mirad, si bien Miguel de Cervantes no era de esta tierra, tuvo la bondad de mencionarme en su pluma, haciendo que mi figura, la de una simple bruja, pase de boca en boca y de libro en libro. ¡Qué ironía! Cervantes, el más insigne de los escritores, me dio inmortalidad en sus páginas con su fina socarronería, como si mi arte de encantamientos fuese digno de tal renombre.

Agora, dicen los sabios del consistorio montillano que mi nombre será inscrito en el callejero. ¡Yo, que fui tenida por bruja y malahechora, compartiré honores con reyes, santos, héroes y letrados! ¡Qué de carcajadas me salen del alma! ¿Será este un hechizo mío que tardó siglos en cumplirse? ¿O acaso Montilla ha reconocido que no todo lo que se condena es vil ni todo lo que se alaba es puro? Sea como fuere, me congratulo de hallarme entre tan ilustre compañía.

Así que, caminad, buenos vecinos, por esa calle que llevará mi nombre. Y si al pasar por "La Camacha" sentís una brisa fresca o el aroma de hierbas, sabed que ahí sigo, cuidando de Montilla a mi manera, con risas, ironías y algún que otro encantamiento.

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