El Coloquio de los perros es la Novela Ejemplar cervantina en la que aparecen Montilla y la Camachas, y da nombre a nuestra asociación. Sus protagonistas, dos canes, Cipión y Berganza, también pretenden serlo de nuestra revista. En cada número, a través de sus reflexiones y posturas en páginas centrales, uno a favor y otro en contra, iremos tratando temas de interés para nuestra sociedad. En esta ocasión, ladrando más a favor de Isabel o de Fernando, los Reyes Católicos.
Cipión: Isabel de Castilla
Querido Berganza, ya sabes de sobra que me confieso isabelino hasta el tuétano, y temo que esta epístola no hará sino reafirmar la verdad histórica que tanto te cuesta admitir: Isabel de Castilla fue mejor monarca y mejor persona que su real consorte, Fernando de Aragón.
No me malinterpretes, aprecio al viejo aragonés, pero en el juego de la historia hay ganadores y perdedores, y el balance favorece a la católica Isabel. En Castilla, la Reina gobernaba con mayor autoridad que en la fracturada Aragón, donde el pactismo obligaba a Fernando a rendir cuentas ante la nobleza hasta para ir al baño. Isabel, en cambio, tomó las riendas de su reino con firmeza y gobernó como soberana indiscutida, imponiendo orden, justicia y un sentido de unidad que, para su desdicha, Fernando nunca pudo replicar en su propio dominio.
¡Y qué gobierno el de Isabel! Con una lucidez inigualable, se rodeó de consejeros brillantes, promoviendo una administración eficaz que cimentó el Estado moderno. Fue ella quien, con gran visión y encomiable determinación, comprendió la magnitud de la empresa que cierto navegante genovés le propuso un 17 de abril de 1492 en la localidad de Santa Fe. Aquella apuesta no solo dio frutos incalculables, sino que terminó por cambiar la historia de la humanidad, abriendo un Nuevo Mundo al futuro de Castilla.
Y si bien es cierto que Isabel amó a Fernando con un afecto sincero, no podemos decir lo mismo de él, quien desde un principio dejó entrever su naturaleza poco edificante. Cuando cruzó Castilla para desposarla, ya se rumoreaba que arrastraba un par de hijas, y por si fuera poco, parece que la decencia no le alcanzó ni para disimular sus amoríos, pues se decía que llegó a llevar consigo a su amante, disfrazada de hombre, camino de su boda con Isabel. Un buen esposo, sin duda.
Pero lo peor llegó tras la muerte de Isabel, cuando Fernando no tardó en remarcar que su fidelidad tenía fecha de caducidad. Sin apenas haber usado el luto, corrió a buscar un nuevo matrimonio, ávido de descendencia masculina, recurriendo encima a remedios médicos cuestionables con tal de asegurarse la virilidad necesaria. El resultado: ninguna prole varonil que le sirviera para sus planes dinásticos, pero sí un deshonroso ocaso que contrastaba con la dignidad con la que Isabel había dejado este mundo.
Aún así, Isabel no escatimó en paciencia ni en perdón. Pero ¡ay, Berganza! Lo que Isabel le entregó en amor, Fernando lo devolvió con traiciones e ingratitudes. Muestra de ello es la desconsideración con la que trató a Gonzalo Fernández de Córdoba, el Gran Capitán, quien fue favorito de la Reina y conquistador de Nápoles. La relación entre ambos se vio perjudicada cuando Fernando, en su inquebrantable deseo de afirmar su poder en el sur de la península, mandó derribar el castillo de Montilla, el símbolo familiar de los Fernández de Córdoba. Un acto que solo puede interpretarse como un desplante gratuito a un fiel servidor de la Corona.
Y qué decir de su trato a la hija de ambos, la pobre Juana. Con tal de mantener su influencia en Castilla, Fernando no tuvo reparos en orquestar la descalificación de su propia hija, favoreciendo el rumor de su locura para justificar su propio control sobre el reino que había pertenecido a su difunta esposa. Si Isabel hubiera estado viva, jamás habría permitido semejante atropello.
Así que dime, querido Berganza, ¿qué monarca se alza con la victoria en este duelo de memoria? Una mujer de temple y talento, que dejó un legado imperecedero y un reino fortalecido, o un marido infiel y político de segundas intenciones, que, sin el empuje de su esposa, apenas hubiera tenido ecos en la historia.
Ya oigo tus ladridos en respuesta, preveo que repletos de esas excusas que tan bien manejas cuando los hechos no te favorecen, pues en este caso la Historia habla a favor de mi querida Isabel.
Berganza: Fernando de Aragón
Cipión, querido, bien cierto es que tú y yo somos oriundos de Valladolid. Castilla profunda. Como nuestra bien amada reina Isabel, la primera de su nombre, la Católica. O como nuestro padre literario, Don Miguel de Cervantes, complutense.
Y que él, en sus Novelas Ejemplares, en cierto modo nos hizo hijos adoptivos de esta muy querida ciudad de Montilla, a la que, cuando aún era una villa, el Rey Católico, Don Fernando de Aragón, ordenó dejar sin castillo por las ofensas que su señor le había hecho.
Aún así, cánido amigo, a pesar de que mandara tirar el lugar de nacimiento del Gran Capitán (que un poco de ojeriza se ve que le tenía), sin querer menospreciar la grandeza de Isabel I y su importancia en la historia, he de decirte que, en mi opinión, el viejo aragonés es el personaje más importante de su era.
Más allá de cada cuánto se cambiaba de camisa, Isabel la Católica fue con seguridad la mejor reina que la dinastía Trastámara dio a Castilla, pero una continuadora de las políticas de sus antecesores en el trono: luchas nobiliarias internas, tiras y aflojas fronterizos y dinásticos con sus vecinos Portugal y Aragón, o guerras contra el infiel (nazarí, magrebí o judío de su propio reino). Más por casualidad que por buscarlo, dio con Colón y se convirtió en soberana de inmensas tierras al otro lado del Atlántico, aunque posiblemente muriera sin ser apenas consciente de ello y, no sabemos, si con distinta camisa.
Fernando, sin embargo, fue más allá, construyendo una verdadera estrategia política global que supo llevar perfectamente a la práctica gracias a su habilidad diplomática, militar o conspiradora.
Supongo, Cipión, que sabes que Fernando el Católico también era Trastámara, como Isabel, y primo lejano de ella. Hijo y nieto segundón de un padre segundón y de un abuelo segundón, todos hechos a sí mismos y que terminaron destacando más que sus hermanos mayores y herederos por primogenitura. Todo un argumento para una serie de HBO.
De su abuelo, regente de Castilla y que se terminó convirtiendo en rey de Aragón por cuestiones dinásticas y sucesorias, no exentas de algo de sobornos e intrigas, heredó su comprensión castellana, de sus nobles y de sus luchas internas. De su padre aprendió a buscarse la vida y, sobre todo, a ser el mejor intrigante. No en vano, Juan II fue primero rey consorte de Navarra y lo siguió siendo a la muerte de su mujer. Eso le llevó a continuos enfrentamientos con su primogénito y legítimo heredero al trono de Navarra. Posteriormente, cuando el rey de Aragón, tío de Fernando, murió sin descendencia legítima, su padre se convirtió en nuevo monarca y su hermano en príncipe heredero. A la muerte de este, también sin hijos legítimos, toda esa sucesión recayó en nuestro protagonista.
Como Trastámara que era, supo que no podía ceder ante los nobles y que Castilla tenía que imponerse a Portugal en el Atlántico y a los moros en Granada y el Magreb. Como aragonés y catalán, tenía clara la expansión estratégica por el Mediterráneo, la importancia en el puzle europeo de Italia, que había que frenar al turco y que su principal rival en todo ello era Francia. Como hijo de Juan II, que Navarra debía salir de la influencia francesa y volver a la peninsular; no a la de Aragón, que por culpa de su padre provocaba ronchas entre los navarros, por eso decidió anexionarla para Castilla. Y como estratega taimado, que la mejor forma de arrinconar a Francia y ganarse a Portugal eran las uniones matrimoniales.
Ya ves, Cipión, que de sus manejos acaba surgiendo la unificación de la España actual y las políticas exteriores de nuestro país para los siguientes siglos.
Algún fallo tuvo el hombre, que humano era. La afición a la coyunda, por ejemplo. Que casi echa al traste todo con su segunda mujer. O por el pérfido de su yerno. Pero ni la una le dio descendencia ni el otro le llegó a aguantar más de unos meses como rey de Castilla.
Tanto monta, monta tanto, Isabel como Fernando. Pero Fernando montaba un poco más.
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