De malos y buenos gobernantes, por Leonor Rodríguez "La Camacha"


Bien podréis llamarme charlatana o vieja hechicera, que no he de ofenderme; mas sabed que, aunque se me tilde de bruja, no soy tan ciega que no vea los desmanes de los poderosos que, con capa de majestad, dejan al pueblo en más mengua que un mendigo descalzo. ¡Ah, necios mortales que ponéis vuestra fe en manos de quien la despilfarra como el niño sus monedas en un trompo! En mi oficio, de espadas mágicas y ungüentos, hay más verdad que en las promesas de muchos malos gobernantes.

Ved lo que acontece cuando tiembla la tierra, vomita fuego el monte o los cielos borran pueblos enteros. En tales días, los villanos esperan socorro; mas los malos gobernantes, de orejas sordas y manos inertes, envían palabras huecas o, peor aún, cargan impuestos sobre las espaldas ya quebradas del pobre labrador. Porque no hay calamidad, por espantosa que sea, que no encuentren modo de tornar en tributo o beneficio propio. Decidme, ¿quién confía en tales reyes y ministros? Son como médicos que, ante el enfermo moribundo, huyen diciendo que no hay bálsamo en su botica.

¿Y qué decir de las pestilencias? Cuando la fiebre se extiende y las campanas doblan, los malos gobernantes, lejos de proveer medicina o cerrar puertas al contagio, se encierran en sus palacios, cubriéndose la nariz con pañuelos perfumados. “El pueblo que resista”, dicen. ¡Miserables! No es voluntad divina que las ciudades se vacíen y las madres entierren a sus hijos; es vuestra incuria. Mas donde faltan doctores y cuidados, sobran procesiones y sermones, porque el mal gobernante siempre cambia la acción por la apariencia.

Llegada la guerra, esos mismos señores, que tan poco hicieron por sus gentes en la paz, son los primeros en exigir carne para sus ejércitos y dineros para sus arcas. Prometen gloria y victoria, mas lo único que siembran es muerte y hambre. Los soldados vuelven mutilados, las viudas mendigan, y el botín, si lo hay, engorda las bolsas de quienes jamás empuñaron espada. Si la guerra es arte de reyes, bien puede llamarse el arte de dejar al pueblo sin pan ni esperanza.

Mas no me tengáis por mujer que sólo lanza reproches; también hay que decir de los buenos gobernantes, aunque sean como flores en el desierto, raros y preciosos. Cuando el buen rey o alcalde reina, no hay desgracia que no halle remedio pronto, ni clamor que no encuentre oído atento. Esos hombres y mujeres saben que el pueblo, aunque rústico, merece amparo. Ante la catástrofe, son los primeros en alzar la voz y las manos; construyen diques, reparan casas, traen comida y siembran esperanza.

En tiempos de peste, los buenos gobernantes traen médicos, abren hospitales y cierran mercados si es menester, aunque ello les cueste el amor del vulgo por breve tiempo. Y cuando las guerras llaman, distinguen entre la defensa y la ambición desmedida, buscando siempre la paz antes que la gloria vana.

Esos son los hombres que hacen que el Estado no sea un monstruo que devora almas, sino un escudo que protege a los más débiles. En ellos, el tributo se convierte en escuela, camino y pan para el hambriento. En ellos, la espada se guarda si no es para justicia. Mas ay, que pocos son, y qué fácilmente los olvida el mundo.

No os engañéis: un pueblo sin gobierno justo es como un barco sin timón, que va a la deriva hasta estrellarse contra los escollos. Pero un pueblo con mal gobernante es peor: es un barco cuyo capitán echa agua dentro para que se hunda más rápido, todo mientras promete salvarlo.

Yo, Leonor Rodríguez, llamada La Camacha, vieja de mil malicias y pocos pelos en la lengua, os lo digo: cuidado con los que prometen mucho y dan poco. Más vale un gobernante sobrio y justo que mil charlatanes con palabras doradas. Que el mundo no necesita brujos, sino hombres y mujeres que sirvan al bien común con honradez.

Y si no, haced como yo: rezad a vuestras santas y preparad vuestras pócimas, que en el mundo de los malos gobernantes, sólo la magia y la suerte os salvarán.

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