Nunca sabe uno, por Miguel Cruz Gálvez


Avanzaban en su paseo lentamente, con figuras encorvadas y aferrándose a su bastón para evitar la caída, pero con una estampa muy tierna, propia de esa graciosa vulnerabilidad que en algunas ocasiones regala el paso de los años.

– Nunca me has contado cómo conociste a tu esposa.

– Es cierto Alfredo, y la verdad que merece la pena contarlo porque fue de una forma muy curiosa.

– Pues anda, dale, no lo dejes para otra ocasión que no estamos para postergar momentos, jeje.

Jaime lo miró con una media sonrisa, mitad alegría, mitad resignación, y asintió con la cabeza por el paso del tiempo poco antes de comenzar.

– Mira, en aquella época pasaba todos los días por la puerta de la casa del señor conde, y veía cómo por la puerta de servicio salía habitualmente una joven que llamó intensamente mi atención y tras solo un par de encontronazos y tímidas sonrisas, encandiló mi corazón. La verdad es que no sabía cómo llegar a ella y comenzar una conversación y eso me frustraba. –Alfredo le abrió de par en par los ojos, demostrando que comenzaba a atenderle y a interesarse por la historia. –Pero un buen día la casualidad se alió conmigo y el señor conde solicitó candidatos para la contratación de personal de cocina. Y yo, aún siendo aprendiz de otros menesteres, me aventuré a la prueba, pensando que eso me acercaría a ella. No encontré más opción.

– Desde luego que lo que no se haga por amor no se hace por ninguna otra cosa –replicó Alfredo sonriendo.

– Cierto, amigo, y así que lo hice. Pero aquella prueba me trajo mucho sufrir durante largos días, muchos miedos e inquietudes, no creas que fue coser y cantar. Y por ese vaivén emocional de ilusiones y miedos, la noche previa no podía conciliar el sueño. Daba vueltas y vueltas al asunto hasta que lastimosamente, ya muy tarde, quedé traspuesto y desperté a deshora y falto de tiempo. Aún así, me vestí presto y salí corriendo como si no hubiera un mañana hacia la casa del conde. –Alfredo echó su mano libre a la cabeza, lamentando su contratiempo. – ¡Qué mala pata, Jaime!

– ¡Y tanto! Alocado atravesaba las calles del pueblo mirando el reloj, tratando de no perder ocasión de alcanzar mi anhelo, pero en uno de esos cruces alocados, una motocicleta de la que no me percaté me arrolló y me volteó por los aires. En aquel momento perdí la conciencia y, de añadido, la ocasión.

Alfredo miró con espanto a Jaime, pero este, con una amplia sonrisa y negando con la mano y la cabeza, cortó de inmediato el drama.

– No, no, no, tranquilo, ya ves que aquí estoy vivito y coleando. Y como se suele decir, no hay mal que por bien no venga.

– Bueno, pero cuéntame, no me dejes inquieto –replicó el nonagenario con su tenue voz.

– Cuando abrí pues los ojos, fue un desagradable impacto: dolorido y encamado en el hospital con la única compañía de la que me trajo al mundo con rostro serio y sufriente. Al verme consciente, la pobre de mi madre relajó por fin su situación y me relató aquellos días de coma con costillas y piernas fracturadas. Tras un rato de conversación y llanto salió agitada de la habitación y me quedé a solas compungido.

– ¡Buah! Y le quieres quitar peso al asunto… La verdad que no veo cómo se te hace tan ligero, y además no veo por dónde llega el amor –interpelaba Alfredo.

– Pues justo fue ahí, amigo, en mi peor momento, cuando apareció el ángel. Sonrosada y sonriente, aquella delicada novel cambió temblorosa el suero que me inyectaban, y miró con una verdad y una profundidad a mis ojos que no pude más que rendirme y engancharme a ese gozo. A posteriori, mi madre me contaba cómo Conchita, desde el primer minuto, se había desvivido por mi atención y mi estado, los diez días que duró mi inconsciencia. Así, comenzó por circunstancias imprevistas la historia del amor de mi vida y que, por desgracia, ya no tengo a mi lado. No fue con quien, ni donde, ni como había previsto; pero fue lo mejor que me ha pasado en la vida.

Jaime apostilló suspirando mirando a los ojos de su amigo: –El amor… nunca sabe uno…

Unas tímidas lágrimas comenzaron a brotar de los ojos de ambos ancianos y, en silencio, anduvieron un buen rato en aquella amable tarde de primavera.

Comentarios