Son muchos los años que somos amigos Leo y yo. Nuestra amistad comenzó rozando la frontera de la última etapa infantil y la primera de nuestra juventud. En esa época de juventud, éramos compañeros de clase en la que se forjó nuestra amistad con los años. Estos pasaban y, junto a los gustos forzados de los libros, aparecían en nuestras vidas otros tipos de gustos libres y algunos difíciles de conseguir debido a nuestros caracteres que se especializaron en ser tímidos. Leo era un joven aún más tímido que yo; en mí, siempre encontraba el motor para hacerlo salir de su timidez que cada vez era más pétrea. Junto a esta timidez, y con el paso de los años, entramos en la adolescencia y su carácter se volvió más serio e introvertido.
Una vez terminado el bachiller, nuestros destinos se bifurcaron, pero esta circunstancia no determinó que de vez en cuando nos viéramos y que nuestra amistad de bastantes años siguiera de una manera apacible. Cuando coincidíamos, nos íbamos al parque en el que tantas confidencias y momentos agradables pasábamos. Un día, sentados en el asiento del parque, Leo, con su ostracismo cada vez más persistente, me dijo:
L: Ese “abuelete” que va por allí, se va a morir.
Yo sí que casi me muero de risa o de sorpresa por este aforismo o esta sentencia tan obvia y vulgar. Cuando me pude quitar el asombro y siguiéndole la corriente, irónicamente, le dije.
A: Mira aquellos dos abuelitos que están allí sentados. ¿Sabes una cosa?
L: Qué.
A: Se van a morir, y si no me crees, también te digo que tú y yo nos moriremos. Como ves, en tema de filosofía trascendental, te gano. Creo Leo que hoy con nuestros pensamientos hemos descubierto las Américas.
Una sonrisa franca y estentórea salió de mí después de decir este parchelete.
L: Llevas razón, pero el abuelete que pasó antes se morirá dentro de cinco días.
A: Ahora te has ganado el premio nobel. Dime una cosa, ¿Cómo le has quitado la cartera a Dios?, porque lo que has dicho es precisamente quitarle la cartera a Dios.
Permanecimos un buen rato en silencio y sobre este tema absurdo no volvimos a hablar.
Tengo por costumbre cuando paseo y me encuentro frente a unas esquelas leerlas, quizá un poco por curiosidad y otro poco porque en ese momento me siento victorioso por la amabilidad de la muerte o de la vida que ese día tienen hacia mí. En una de ellas decía: ha fallecido Don ……., alias el Sonrao.
Cuando la leí me quedé con la boca abierta y por ella salió mi asombro. El Sonrao era el viejete que Leo me dijo que se moriría dentro de cinco días. Conté desde el último día que estuvimos juntos y el Sonrao murió al quinto día.
Me dije que eso era una coincidencia, porque estaba dentro del bando de las posibilidades, como la lotería para quien le toca. Nos volvimos a ver unos días después en el mismo parque. Leo seguía, y cada vez más serio, y las conversaciones con él resultaba difícil mantenerlas fluidas. Cada vez eran más cortas y los temas adelgazaban con el aumento de la nimiedad. De la coincidencia de la fecha de la muerte del Sonrao no me acordé, pero en medio de la cojera de la conversación, Leo me dijo;
L: ¿Ves aquel hombre?
A: Sí, el Iglesias
L: Dentro de diez días se muere.
En ese mismo instante me vino a la memoria la muerte del Sonrao. Ahora no me reí, todo lo contrario. Una sensación de dolor raro ocupó mi cuerpo. Para quitarle importancia al asunto, le dije que la lotería no toca siempre, que eso fue un golpe de suerte para él y de mala suerte para el Sonrao. Él solamente me dijo:
L: Ojalá fuese una simple lotería.
Como un perro al acecho, tuve diez días en la mente la última conversación con Leo. Como un escolar que espera el primer día de vacaciones, esperaba yo con impaciencia que se cumpliera esos diez días y decirle con un orgullo superior y victoriano a Leo que tenía más fantasías que Disney. Llegado el día diez me acerqué con premeditación a leer las esquelas. En una de ellas decía: Don ……., alias el Iglesias, ha fallecido a la edad de…
Un calor súbito me subió por todo el cuerpo. Lo leía y no lo creía; no podía ser. Era mucha coincidencia sin fallar en el hecho y en los días de la muerte de estas personas.
Fue alrededor de un mes que volvimos a vernos. Leo seguía ensimismado y, a mí, su postura y el tema que iba a tratar con él también me imbuyeron de seriedad y de pavor.
A: Leo, lo de las muertes de esas dos personas que me dijiste sigue siendo pura coincidencia, ¿verdad?
L: Es lo que a mí me gustaría, que fuese pura coincidencia, pero por desgracia no lo es. No sé por qué me sucede a mí. He desarrollado un don, o mejor dicho una desgracia, con la que puedo predecir y ver el fallecimiento de las personas alrededor de unos veinte días antes que estos hechos sucedan.
Solamente escuchaba. No me salían las palabras y, a la vez, estaba ávido de que él siguiera contándome esta fantástica historia.
L: Me dices que me encuentras serio. Y es verdad. Mi estado anímico está serio y desangelado. Son muchos los días que pasan personas delante de mí y percibo la fecha de su muerte. Esto me lleva sucediendo alrededor de cinco años. Al principio fue poco y no le tomé importancia. Pero una vez, a una persona conocida y querida por mí le adiviné la fecha de su fallecimiento. Cuando esto sucedió me di plena cuenta que poseía esta maldita y terrible enfermedad.
Después de un largo rato seguía sin pronunciar palabra alguna ante las insólitas y fantásticas palabras de mi amigo.
A: No sé qué decirte. Si esto que tienes es cosa de médicos, si es algo especial que tienes en el cerebro… No lo sé. Lo que te puedo aconsejar es que entremos menos en este parque, que tantos “abuelitos“ tiene, siendo mejor que paseemos por otras zonas.
L: Por otras zonas, como tú dices, es aún peor. Hace como unos tres años, no sé si recuerdas aquel accidente de coche en el que murieron los padres y sus dos hijos. Tres días antes del accidente, paseando me los encontré frente a mí, y vi que dentro de tres días ninguno de los cuatro estarían aquí con nosotros. Estuve esos tres días sin salir y sin dormir, con un dolor interno que me provocaba una respiración arrítmica. Creía que me volvería loco.
A: Te haré, Leo, una pregunta un poco comprometida. ¿Tú no les pudiste avisar de que ese día no cogieran el coche?
L: Eso quisiera, pero es imposible. Solamente apercibo el día en que van a morir, pero no cómo; si es accidente, muerte natural o muerte violenta. Incluso si pudiera ver como morirán, ¿cómo les digo que no cojan el coche?, ¿que no salgan ese día a la calle?. No tengo el don de cambiar el sino de la vida o de la muerte. Solamente tengo el don de ver la muerte en la vida.
Tú y yo todavía somos jóvenes. Me dices que me encuentras serio y es verdad. Cada vez estoy más serio por todo lo que me sucede. Tengo mucho miedo, pero tengo un miedo más fuerte cuando sepa los días de vida que me queden, y si vivo más que tú, ¿cómo estará mi ánimo y cómo podré hablar contigo sabiendo los días de vida que te quedan? Espero, si esto sucede, que el dolor me lleve contigo.
Con los años nuestras vidas se dispersaron. Por motivos de amor, me fui a vivir a Italia. Leo, por su trabajo, su destino fue Australia. La separación de nuestros destinos distanció nuestra amistad. Pasaron muchos años sin que nos viéramos. Nuestra amistad fue cobrando un fino velo de indiferencia y letargo. No tenía conocimiento de su dirección y no pude contactar con él. En las vacaciones, cuando venía a la ciudad, le preguntaba a los viejos compañeros por él, pero nadie me daba pistas de su existencia. Ni tan siquiera me faltaba la duda de si habría muerto.
Ya liberado de mi trabajo por cuestiones imperativas de la edad –el trabajo nunca se hace viejo– pasaba más temporadas en mi ciudad natal. En una ocasión, en una taberna, acompañado de amigos de juventud y de vino con madurez, y por una casualidad de éstas que te brinda la vida, salió en la conversación el recuerdo de mi amigo Leo. Un parroquiano que no era de nuestro grupo, pero que se encontraba junto a nosotros y con un oído de envidia, se metió en la conversación sin que nos molestásemos. Nos dijo que sabía de Leo Cabezas y que conocía su paradero. Al principio pensé que era una broma pasada de bebida, pero con todo le pregunté dónde se encontraba. Abriendo su boca desdentada me dijo que vivía en la residencia de un pueblo cercano al nuestro. Me dijo que el centro tenía un nombre raro como extranjero, areizermer o algo parecido, y que un día a la semana arreglaba el jardín de la residencia y que un día lo vio. Me contó que lo conocía de la niñez y que lo reconoció porque no había perdido del todo la pinta.
Ese mismo día, después de despedirme de mis amigos, me fui al centro de Alzheimer del vecino pueblo con muy pocas esperanzas de verlo. Me presenté en el centro y en recepción pregunté por Leo Cabezas. La muchacha, simpática, guapa y con una sonrisa adquirida y salarial, me informó que Leo Cabezas se encontraba allí, pero que hasta las cuatro de la tarde no era la hora de la visita. Me fui y con impaciencia, regresé a las cuatro. Ahora era la directora la que me atendía.
D: Buenas tardes, ¿es usted familiar de Leo?
A: No, solamente amigo.
D: He de decirle que Leo se encuentra bien. Usted sabrá más o menos como es esta enfermedad, pero Leo además se ha obstinado en no hablar con nadie. Él comprende todo, pero se niega a hablarnos. Creo que en su mundo de silencio es una persona feliz. Le digo todo esto para que sepa lo que se va a encontrar y cómo debe usted reaccionar. Pase por aquel pasillo y al final lo encontrará.
Al final del pasillo se encontraba una gran sala iluminada por espaciosas cristaleras. Muchas personas, todas mayores, se encontraban junto a sus mesas llenas de juegos y controladas por sus tutores. Divisando la sala por un pequeño espacio de tiempo, vi al fondo un hombre solo. Me acerqué a él y tenía ante mí, después de tantos años, a mi amigo Leo. Me senté y lo miré. Su cara y su aspecto habían cambiado mucho, pero mantenían unos rasgos que revestían mis recuerdos de realidad pasada. Una sonrisa abierta y eterna y una mirada boba e infantil asemejaba el rostro borgiano.
A: Buenas tardes, Leo, ¿te acuerdas de mí? Soy Ángel, tu amigo que tantas bromas te hacia y de las que los dos tanto nos reíamos… Te veo muy bien. Cuéntame. ¿Cómo te va?
Ante mis palabras, ningún rasgo de las facciones de su cara se inmutó. Mi conversación poco a poco fue declinando, porque todas mis preguntas se estrellaban una y otra vez en un muro invisible de silencio. Mi felicidad por haberlo encontrado fue convirtiéndose por el mero hecho de no comunicarme con él o, mejor dicho, que él no se pudiera comunicar conmigo, en pesadumbre. El silencio es el único idioma que no podemos aprender, a pesar de tener la sintaxis más simple. Mi conversación fue vaciándose de palabras y llenándose de silencios, espacios vacíos y puntos suspensivos interminables. Al poco rato de estar con mi amigo y después de tantísimo tiempo sin verle, comprobé que estaba de más en este lugar. El corto tiempo se me hizo larguísimo, como asimismo el pensamiento de cómo me despediría de él.
A: Bueno, Leo, me alegro otra vez de verte tan bien. Yo estaré por aquí largas temporadas. Si algo necesitas de mí, me avisas y aquí me tienes. Volveré a verte pronto otra vez. Cuídate.
Después de decir estas mentiras artificiales y obligadas, me levanté. Le alargué la mano para saludarlo, pero las suyas no se movieron. Le puse la mía sobre su hombro y unas lágrimas salieron de mis ojos y corrieron a pasearse por los toboganes de mis arrugas. Le volví la espalda con el propósito de irme.
L: Gracias, Ángel, por venir a verme.
Me volví otra vez hacia él y mi boca se quedó medio abierta, como lo hizo hace ya cincuenta años cuando me habló por primera vez de la muerte del Sonrao. Me senté y mis oídos se quedaron sin crédito. Luego que mi sorpresa me permitiera hablar, antes de articular una palabra, fue Leo quien se me adelantó.
L: Como bien dices, soy muy feliz. Aquí me encuentro muy bien. Llevo varios años en este centro y me encuentro atendido como deseo. Gracias a este don que he intercambiado con Dios y que vosotros llamáis enfermedad del Alzheimer, he podido recobrar la paz que en toda mi vida no he tenido. Durante toda mi vida he sufrido mucho por lo que tú sabes. Hace como unos cuatro años, debido a la edad y a un esfuerzo mío, he perdido pasito a pasito la memoria y con esta pérdida he dejado en el camino esa visión futura que tenía de la muerte en la vida, por eso soy ahora inmensamente feliz. Son cuatro años sin presentir la muerte, cuatro años en que mi vida está libre de dolor, desde que le di en mano mi don a su legítimo dueño: a Dios.
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