“Cuatro Cuartetos”, cuatro estaciones, cuatro elementos: aire, tierra, agua, fuego. Cuatro cuartetos en cinco movimientos cada uno. “Cuatro Cuartetos” con una constante idea circular: el principio y el fin. También son los cuartetos del último Beethoven, si es que se puede decir que hubo más de uno.
Al leer los poemas de T.S. Eliot, aunque quien lo haga sea agnóstico, nihilista o cualquier otra forma de visión individual de la trascendencia, es fácil recordar que las personas tenemos una honda noción de lo sagrado. Como dijo Marco Aurelio, quien ha visto el presente, todo lo ha visto; todas las cosas tienen la misma forma y origen. El presente nos sirve para formular la dimensión de nuestro futuro.
Eliot, nacido estadounidense y nacionalizado británico, fue cristiano anglocatólico por decisión, miembro de la High Church anglicana, la rama católica de la Iglesia de Inglaterra. Sus antepasados venían de la población de East Coker, a treinta y cuatro millas de Wellington, en el condado de Somerset. Eliot hizo el viaje de vuelta a sus orígenes, un viaje tanto físico como espiritual, pues le sirvió para meditar sobre el comienzo y el final de todo, de la existencia misma, idea que se repite en los cuatro largos poemas que componen los Cuatro Cuartetos, llamados Burnt Norton (una manor house o casa señorial inglesa), East Coker, The Dry Salvages (evoca su infancia en St Louis, con el Mississippi de fondo) y Little Gidding, otra localidad inglesa.
Las circunstancias políticas del momento en el que el escritor se vio, con Hitler avanzando por toda Europa y el Parlamento británico como bastión democrático del continente, hizo que “Cuatro Cuartetos” fuera también un poema de resistencia política y, en parte gracias a ello, un éxito de ventas cuando se publicó.
Para disfrutar de su obra, es imprescindible entender que, para el poeta, la gran poesía produce mayor placer cuando se capta algo que no iba dirigido a nosotros. Esta idea apela al sentimiento poético innato en el ser humano, pero también a su inteligencia, el fundamento para la comprensión repentina de una idea fugaz, pero llena de significado.
En el elemento aire, en el melancólico Burnt Norton, el autor se pregunta por las posibilidades perdidas, por lo que pudo haber sido y lo que fue en realidad, aludiendo a la íntima meditación sobre el tiempo del pasado y el tiempo del futuro, la consciencia y la nostalgia:
eco de pasos en la memoria
abajo en el camino que no tomamos
hacia la puerta que nunca abrimos
Pero el tiempo y su valor aparecen también en el elemento tierra, en East Coker, en cuya iglesia descansan las cenizas de Eliot con una placa que dice: en mi comienzo está mi fin, en mi fin está mi comienzo. Recordemos que Proust también hizo un libro circular, el de un autor que cuenta cómo el futuro le llevó al principio de todo. Este es el cuarteto de la renovación, el enlazado con la filosofía hindú que tanto conoció el poeta pues tradujo el sánscrito, el que susurra que la piedra vieja es para el nuevo edificio, la vieja leña para el fuego nuevo y las cenizas para la tierra, que es la tradicional purificación del campo. La vejez, cuando llega, decepciona, no resulta en la sabiduría esperada, quizá la serenidad fuera en su lugar un letargo deliberado, un simple conocimiento de secretos muertos. Nada útil. O aún peor, que la vejez resulte en un vacío mental donde aflore el terror progresivo a no pensar en nada.
The Dry Salvages, es el agua, el río que llevamos dentro pues el mar nos rodea por entero; el pesimismo y, de nuevo, la nostalgia, afloran. Su infancia en St. Louis, Missouri, donde comprende que los momentos de felicidad no vienen al sentirnos bien, sino cuando se produce una repentina iluminación: el poeta vuelve a aludir al conocimiento. Y así, de nuevo el tiempo aparece en los versos, el tiempo que nada cura pues el paciente, como no podría ser de otra forma, ya no está.
Y llegamos al último elemento, a Little Gidding, donde el escritor se topa con el fuego de Pentecostés, un fuego que es destructor, como los bombardeos que sufre la población, aunque también es una promesa (recordemos el cuadro Pentecostés del Greco, con la figura de María, rodeada de personas con llamas sobre sus cabezas y una paloma en el vértice superior de la composición).
En este último poema Eliot habla de la muerte, no de la propia, que se esboza apenas, sino de la muerte de la tierra, de los derrotados, de las noches infinitas de miedo a las bombas con sus horas inciertas. Pero tras las largas noches, hay una esperanza, cuando
llamamos comienzo a lo que muchas veces es el final
y crear un final supone crear un comienzo.
El final está donde uno empieza.
“Cuatro Cuartetos” tiene claras reminiscencias de San Juan de la Cruz, de Fray Luis de Granada, de los presocráticos, además de muchos otros. Como se ve, es un libro muy espiritual, religioso, aunque transmite una religiosidad que va más allá de la Iglesia, golpea directamente el corazón del lector sin importar su creencia, pese a que, como dije más arriba, Eliot, como escritor de gran poesía, no se dirija a nosotros. Entiendo que escribe porque tiene un público, esa es una de las razones de la existencia de la literatura, pero, al leerlo, parece que lo hiciera para sí mismo, como un ejercicio de confesión íntimo al alcanzar la madurez, un balance, un «he llegado hasta aquí, y ahora, ¿qué?».
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