El jubilado, por Ángel Márquez


Hace unos días me he jubilado o me han jubilado.

En estas primeras jornadas, el nombre y la situación de jubilado me vienen grandes, es un paso distinto a los pasos hechos y acostumbrados durante tantos y tantos años.

En esta nueva situación, mis primeros andares son infantiles, dubitativos y beodos. Se sueña y se espera durante demasiado tiempo e ilusión que la jubilación llegue. Siempre la hemos soñado como una liberación de todas nuestras obligaciones, como un cambio radical en que todas nuestras acciones y actividades serán distintas y diferentes. No cabe duda que esta afirmación lleva algo de verdad, pero también lleva más verdad aún, que la vida sigue llena de sus hábitos cotidianos y normalmente estos hábitos se acrecientan con el paso de los años.

No pongo en duda los cambios que la jubilación trae, pero las costumbres y necesidades fisiológicas que teníamos cuando trabajábamos siguen existiendo; tenemos que comer todos los días y algunos dientes y muelas nos recuerdan que somos mayores. El estomago en el mismo camino no se queda atrás, y siguiendo ese mismo camino, ya al final, algunos músculos perezosos actúan algunos días como si estuvieran jubilados. Con trabajo o sin trabajo, jubilados o sin jubilar, entramos todos los días al cuarto de baño y saludamos a nuestro clon frente al espejo.

A un jubilado, antes de que le llegue la paga, lo que recibe ante sus ojos es una explanada virgen y de barbecho de tiempo muy grande y casi ilimitado que antes estaba cultivado por el trabajo. Cómo llenar o cómo pasar ese tiempo de esas ocho o diez horas que disponemos de más y que antes no poseíamos es el nuevo trabajo.

La manera en que ese tiempo se rellene consigue que cada jubilado, a pesar que tengamos el mismo titulo y el mismo carnet, sea distinto de otros. Unos optan por mirar y dejar pasar el tiempo, y otros, entre estos me quiero yo encontrar, se suben a ese tiempo para vivirlo en su plenitud.

En la edad de los jubilados no sé si el tiempo es oro, lo que sí sé es que no es calderilla. Los años tienen el distintivo irrevocable de no mirar y no dar marcha atrás. Estos años nos anuncian que nuestra vida es más corta que la de un adolescente. Seguro que nuestro tiempo no llegará a ser oro, pero tampoco por este lo cambiaria.

Creo que estos primeros pasos, cuando dejen de ser infantiles y beodos y cuando los enderece, quiero encaminarlos a llenar de actividades gratas toda esta extensión de tiempo que se me presenta. La misma sociedad con sus instituciones se encarga de presentarnos actividades para ir rellenando día tras día las horas de éstos. A la vez, en esta sociedad en la que los dos miembros de la pareja trabajan, un jubilado con el título de abuelo se ha convertido en un comodín que lo mismo sirve para un roto que para un descosido. Los nietos, sin son un poco activos, son Atilas para los jubilados-abuelos.

En estos pocos días que llevo en esta nueva “profesión” el cambio más rotundo que he experimentado es de venganza y superioridad con mi gran enemigo, el despertador. Por la naturaleza de mi oficio he tenido que pelearme con él muchas madrugadas. Con su voz de guillotina mellada me ha dado miles de sobresaltos y me ha quitado cientos de dulces sueños. Han sido muchos los esfuerzos de contención para no estrellarlo contra el suelo (reconozco que alguna que otra vez se caía en contra de mi voluntad, pero esto no me importaba, para que pagara su desfachatez). En verdad, si un enemigo acérrimo he tenido en mi vida laboral ese ha sido el despertador. Ahora, en esta nueva situación, me he liberado de su garra. Creo que en muy pocas y contadas ocasiones necesitaré ahora de su servicio y cuando así sea, será para abrir el día a nuevas emociones.

Ahora toca mirar la vida en todas sus direcciones, con todos sus paisajes y colores, después de haber estado mirando durante mucho tiempo el gris característico de las carreteras; ahora toca mirar la carretera del arcoíris.

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